Encias y muela del juicio

Written by Edgar Rodriguez on Friday, November 12, 2010 at 3:21 PM

Los ojitos acuosos de Gibrán son la evidencia irrefutable de que algo le duele. Y cómo no le va a doler, carajo, si le están saliendo los dientes, eso debe doler mucho. Lo entiendo, en este momento me duele la mandíbula del lado derecho a la altura de la muela, el dolor se extiende por la oreja del mismo lado y hacia la parte de atrás de la cabeza, para terminar en la nuca. Ignoro a que se debe este dolor, intuyo que puede ser la ‘muela del juicio’. Creí que nunca me pasaría, que esto ‘de la muela del juicio’ era algo que sólo le pasa a los ‘otros’, como el sida, los asaltos, la lotería y el arrepentimiento.

Pero ahora me pasa a mí, no lloro como Gibran, tampoco es para tanto, pero mi dolor de cabeza incrementa por los berridos del: ‘pinche bebe que no se calma con nada’. Pero claro, yo le sonrió, lo balanceo un poco y pienso que, si es como yo (finalmente es mi hijo, debe de parecerse) un poco de música suave puede relajarlo. Y así, él y yo nos alistamos para relajarnos viendo el atardecer por la ventana mientras escuchamos una y otra vez “Darpa” de Win Mertens.

Luego, bebe ríe al ver sus móvil de pescaditos de colores de madera que está sobre su cuna. ¡Cómo puede gozar tanto un bebe con algo tan simple! Pienso que yo necesito también eso, unos peces de colores, un placer grandilocuente y simple para disfrutar y olvidarme del pinche dolor de cabeza.

A la cuarta repetición de Darpa bebe se ha dormido, ahora yo me dispongo a ver mis peces de colores, me recuesto en el sillón anaranjado, viendo de frente a la ventana, donde unos mándalas enmarcan la entrada a otro mundo. Abro un libro, es Dostoyevsky. ¡Dónde habías estado toda mi vida gran sabio ruso! ¡Por qué te escondiste tanto tiempo junto con Hamsun, Miller, Faulkner, Kundera y otro puñado de inmortales endiosados hasta el hartazgo!

Después de algunas líneas y otra repetición de Darpa, mi cabeza comienza a fugarse, pienso en Juan Cruz y regreso a la computadora. Escribo un rato, juego con mis peces de colores, de verdad me divierto, carajo, que importa si nunca termino este proyecto o si no es tan bueno. ¡Me divierto mientras lo hago! ¡Los demás pueden irse al diablo!

Gibrán duerme placidamente, Darpa sigue sonando de fondo y yo decido tomar un café, con piquete, por aquello del dolor no más, si no, ni lo pensaría. Bebé se queja por momentos, son sus encías, sus ojos se hacen agua y yo no puedo resistir, carajo, voy a cargarlo… tú, Juan, puedes seguir esperando…

Los 'papelitos' y yo

Written by Edgar Rodriguez on Tuesday, September 14, 2010 at 8:02 PM

Los ‘papelitos’ son parte fundamental de mi vida. En mi departamento el techo esta poblado de post-it´s (no me agradan los anglisismos, pero ¿de qué otra manera puedo llamar a esos cuadritos de colores con pegamento en las orillas generalmente útiles para dejar recados?); cada uno es una estrella y contiene una frase. Hace poco un torbellino amenazó derribarlos, de pensarlo el corazón se me contrajo y lloré; estaba borracho cierto, pero de no haberlo estado, igual hubiera buscado la forma más rápida de estarlo para poder llorar a gusto, como sólo puede hacerlo un borracho.
Estas estrellas ‘papelitos’ surgieron hace un par de años. Zayil acababa de sufrir un aborto, estaba en el hospital recuperándose y yo me recuperaba a mi manera: bebía cerveza, curiosamente “Estrella”. Entonces, por asociación, llegó la idea; tomé un post-it de color naranja, escribí algo para ella, salté y lo pegué arriba. Cuando vi el papelito de color chillante en medio del techo blanco (sin albur), me pareció que estaba algo sólo y escribí otro y otro y otro.
Yo esperaba que cuando regresara Zayil quitara los papelitos para poder leerlos, pero no fue así, ella prefirió torcer la cabeza y dejarlos ahí, donde a la fecha siguen y espero sigan hasta que se acabe el mundo, nuestro mundo, de Zayil y yo.
Otro papelito determinante en mi vida tiene su origen en el Baby Shower (sí, otro maldito anglisismo) de Ámbar. Entonces mi mamá tuvo la idea de que todos los presentes escribieran para nosotros, los futuros padres, consejos, felicitaciones, recriminaciones o lo que se les ocurriera, en papelitos de diversos colores. La mayoría, a pesar del cariño y sentir con que fueron escritos, no pasan de frases comunes y fáciles de olvidar. Pero entre todos hay uno destinado a la posteridad en mi cabeza: “Que la felicidad de ser padres, los haga pedazos”. No está firmado, por la letra intuyo que es de mi padre, pero hasta la fecha no lo he confirmado, quizá nunca lo haga.
Hay otros muchos papelitos, como los que escupía sin motivo aparente una mujer en un cortometraje en el cual participe en Buenos Aires y luego un sobre llenó de estos papelitos que me mando desde el sur Vicky, la autora del guión de dicho corto. O los papelitos en los cuales me escribió mucha gente durante la presentación de Ficciones Fugaces con Amarillo Editores, gracias a la idea de Mónica Soto.
Hace poco soñé con mi Tío Luis, muerto hace casi dos años, quién le pedía a mi tía Guille, su esposa, que para su funeral sus seres queridos escribieran fragmentos de poesías en tiras largas de papel, tipo serpentinas, las cuales deberían arrojar sobre su tumba mientras esta fuera descendiendo al fondo de la tierra. Hasta donde se mi tío Luis no sabía leer ni escribir, pero eso no significa que no le gustara e incluso portara en su ser algo de poesía, en sus manos arrugadas, en sus ojos negros llorosos, en su voz ronca.
Definitivamente, los papelitos son parte fundamental de mi vida y ahora se que lo serán también de mi muerte. Sólo por ser enterrado así, como pidió el tío Luis en mis sueños, vale la pena morir y desearle incluso a los demás un entierro con papelitos de colores.

ANDY Y MOY

Written by Edgar Rodriguez on Monday, August 30, 2010 at 9:31 PM

El primo Andy apareció muerto en la cajuela de un coche en las calles de Chicago. Ignoro porque lo asesinaron, tampoco se exactamente cuándo fue o qué hacia él allá. En realidad no sabía nada de él desde hace como veinte años, hasta la semana pasa, cuando mi padre mencionó el asesinato.
Era primo en segundo grado, es decir hijo de una prima de mi papá, la cual vive en San Luis Potosí. Él era parte de la dupla indivisible en mi cabeza conformada por los primos Andy y Moy, un par de torres humanas. Yo, a mis impresionables siete años, los veía como gigantes y quería ser como ellos, así de grande.
Recuerdo la habitación de Andy y Moy, era casi toda de madera. Ellos tenían que reclinar un poco la cabeza al entrar para no pegarse con el quicio de la puerta. Adentro, en varias repisas colocadas en las paredes, había modelos armables de aviones y autos. No se exactamente cuál de los dos (o quizá ambos) era aficionado a los modelos en escala.
Mi hermano y yo mirábamos asombrados el universo que para nosotros representaban los gustos y aficiones de Andy y Moy. Yo los imaginaba jugando básquetbol, armando aviones a escala e incluso levantando el vuelo con uno de estos modelos entre sus manos.
En una ocasión encontramos un papalote entre las maravillas del pequeño mundo en el cuarto de madera de Andy y Moy. No se mucho sobre estos objetos, pero recuerdo que no era un papalote común, era algo más elaborado, al parecer requería un complejo sistema de ensamble y una técnica especial de vuelo sólo conocida por Andy y Moy.
Ese día era tarde y llovía, por lo cual ellos (siempre fueron ellos, nunca uno en especial, siempre ellos) nos prometieron a mi hermano y a mí que en otra ocasión saldríamos al parque para volar el sofisticado papalote.
En ese entonces viajábamos constantemente del DF a San Luis Potosí, pero con el tiempo estos viajes se hicieron cada vez menos frecuentes, igual que las visitas a la casa donde vivían Andy y Moy, quienes nunca pudieron cumplir su promesa de enseñarnos a volar el papalote.
Años después supe que se habían ido a estudiar a Estados Unidos y otros detalles más hoy difusos en mi cabeza. Ahora sólo puedo pensar en la altura de ellos (torres humanas), en el papalote y, especialmente, en Andy, tan solo, sin Moy, encerrado en la cajuela de un coche en las calles de Chicago, muerto.
Mi papá me dice que Andy dejo cinco hijos huérfanos. Ignoro más detalles, la edad de sus hijos, si vivía con ellos, si los quería, si alguna vez les enseño a volar un papalote.
En la primera oportunidad que tuve después de que mi papá me contó sobre la muerte de Andy, compré un papalote, uno simple, fácil de armar y de volar; fui al Parque Hundido con Ámbar, mi hija de cuatro años y, después de varios intentos frustrados, logramos que el papalote se levantara por los aires. Tengo la costumbre de jugar con Ámbar a ponerle nombres a las cosas, a veces el salero se llama Pedro o la silla se llama Juana. Cuando ella me preguntó cómo se llamaba el papalote, no lo dude, ‘se llama Andy’, le dije.
Antes de volver a casa fingí un accidente: me tropecé con una jardinera y solté el hilo con el cual sostenía el papalote. Ámbar protagonizó un berrinche marca diablo mientras yo, un poco absorto a sus chillidos, me despedía con la mano de Andy y me preguntaba, no sin cierta inquietud: ¿Qué será de Moy?

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