ANDY Y MOY

Written by Edgar Rodriguez on Monday, August 30, 2010 at 9:31 PM

El primo Andy apareció muerto en la cajuela de un coche en las calles de Chicago. Ignoro porque lo asesinaron, tampoco se exactamente cuándo fue o qué hacia él allá. En realidad no sabía nada de él desde hace como veinte años, hasta la semana pasa, cuando mi padre mencionó el asesinato.
Era primo en segundo grado, es decir hijo de una prima de mi papá, la cual vive en San Luis Potosí. Él era parte de la dupla indivisible en mi cabeza conformada por los primos Andy y Moy, un par de torres humanas. Yo, a mis impresionables siete años, los veía como gigantes y quería ser como ellos, así de grande.
Recuerdo la habitación de Andy y Moy, era casi toda de madera. Ellos tenían que reclinar un poco la cabeza al entrar para no pegarse con el quicio de la puerta. Adentro, en varias repisas colocadas en las paredes, había modelos armables de aviones y autos. No se exactamente cuál de los dos (o quizá ambos) era aficionado a los modelos en escala.
Mi hermano y yo mirábamos asombrados el universo que para nosotros representaban los gustos y aficiones de Andy y Moy. Yo los imaginaba jugando básquetbol, armando aviones a escala e incluso levantando el vuelo con uno de estos modelos entre sus manos.
En una ocasión encontramos un papalote entre las maravillas del pequeño mundo en el cuarto de madera de Andy y Moy. No se mucho sobre estos objetos, pero recuerdo que no era un papalote común, era algo más elaborado, al parecer requería un complejo sistema de ensamble y una técnica especial de vuelo sólo conocida por Andy y Moy.
Ese día era tarde y llovía, por lo cual ellos (siempre fueron ellos, nunca uno en especial, siempre ellos) nos prometieron a mi hermano y a mí que en otra ocasión saldríamos al parque para volar el sofisticado papalote.
En ese entonces viajábamos constantemente del DF a San Luis Potosí, pero con el tiempo estos viajes se hicieron cada vez menos frecuentes, igual que las visitas a la casa donde vivían Andy y Moy, quienes nunca pudieron cumplir su promesa de enseñarnos a volar el papalote.
Años después supe que se habían ido a estudiar a Estados Unidos y otros detalles más hoy difusos en mi cabeza. Ahora sólo puedo pensar en la altura de ellos (torres humanas), en el papalote y, especialmente, en Andy, tan solo, sin Moy, encerrado en la cajuela de un coche en las calles de Chicago, muerto.
Mi papá me dice que Andy dejo cinco hijos huérfanos. Ignoro más detalles, la edad de sus hijos, si vivía con ellos, si los quería, si alguna vez les enseño a volar un papalote.
En la primera oportunidad que tuve después de que mi papá me contó sobre la muerte de Andy, compré un papalote, uno simple, fácil de armar y de volar; fui al Parque Hundido con Ámbar, mi hija de cuatro años y, después de varios intentos frustrados, logramos que el papalote se levantara por los aires. Tengo la costumbre de jugar con Ámbar a ponerle nombres a las cosas, a veces el salero se llama Pedro o la silla se llama Juana. Cuando ella me preguntó cómo se llamaba el papalote, no lo dude, ‘se llama Andy’, le dije.
Antes de volver a casa fingí un accidente: me tropecé con una jardinera y solté el hilo con el cual sostenía el papalote. Ámbar protagonizó un berrinche marca diablo mientras yo, un poco absorto a sus chillidos, me despedía con la mano de Andy y me preguntaba, no sin cierta inquietud: ¿Qué será de Moy?

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