Me acorde de Rulfo, de la tierra agreste, del
desierto, de los perros de traspatio, esos que sólo saben ladrar. Soy neófito en materias musical, a lo mucho toco
la puerta y tengo tres pies izquierdos; pero una cosa sí se: la música es capaz
de revivir a los muertos.
La primera vez que presencie este milagro fue en el ‘Ruta 61’, llegue ahí gracias a un festival llamado ‘Viva Vivaldi’ en el 2008, el
programa incluía un concierto titulado: Vivaldi y el blues. Entre los invitados
estaba José Cruz, tuve un orgasmo sólo de pensarlo, pero la realidad es que la mezcla
Cruz y Vivaldi era demasiado buena para ser verdad.
Descubrí que el Ruta 21 sólo utilizaba el festival
para publicitar sus eventos que no tenían nada que ver con las cuatro
estaciones. Pero ver a José Cruz valía la pena. Tras un par de horas de espera
todas las miradas se dirigieron a la entrada del lugar y dejaron de prestar
atención a los que tocaban. Ahí estaba, el padre del blues en México, caminaba
con pasos cortos, ayudado de un bastón y el brazo de alguien más, atrás de él
arrastraban un tanque de oxígeno. Yo pensé que era una lástima verlo así, mejor
me hubiera quedado con la imagen que tenía de él a inicios del siglo XXI en el
Museo del Chopo: lleno de vitalidad, desafiante, iluminado, en un concierto de
tres horas y media.
Pero ya estaba ahí, había pagado mi entrada, así que
espere. Esa madrugada presencié un milagro: el mismo hombre que una hora antes
apenas podía caminar y hablar, estaba ahí, sobre el escenario, tocó la armónica
como un desquiciado, cantó, estaba vivo, más vivo que yo, carajo, más vivo que
nadie en ese puto lugar.
No lo soñé. Lo se, por que hace diez días volví a presenciar
el mismo prodigio. Esta vez fue en el ‘Club Atlántico’, a donde Cruz llegó
alrededor de las 2:30, después de cuatro bandas teloneras de cuyo nombre no
quiero ni acordarme. Para esa hora debo confesar que ya estaba borracho; no fue
culpa mía, tenía toda la intención de mantenerme sobrio, pero llegaron cuatro
mujeres seductoras, me invitaron a su mesa y me convidaron de sus bebidas
embriagantes (no es chiste, eso paso de verdad y lo peor es que al final estaba
tan ebrio de alcohol y blues que no le pedí teléfono a ninguna, hay que ser imbécil).
Esta vez Cruz lucia aún peor: llegó en silla de
ruedas, en medio de un tumulto de gente, tuvieron que ayudarlo a subir al
escenario. Ahí se sentó, dijo algunas palabras y comenzó a tocar su armónica, lentamente,
con paciencia de amante experimentado, subió de intensidad, poco a poco. Tomó
su ‘medicina’, hasta que al fin logró ponerse de pie, cual Lázaro.
Me acerque para ver de cerca, incluso quise tocarlo
para cerciorarme de que era real. Me
hubiera gusta meter el dedo a través de los hoyos en las palmas de sus manos,
para así creer, yo: hombre poca fe. Esta vez el milagro duro menos, apneas una
hora, tras la cual, la luz de Cruz volvió a apagarse para dejarlo ahí, como un
hombre cualquiera en una silla de ruedas.
Al salir, aún resonaba en mi cabeza el coro de ‘El
Quinque’: “habría que matarme, tendrían que matarme para arrebatarme el blues”.
Afuera, sentí un escalofrío cuando pensé que, a pesar de la música, el blues,
la armónica, los aplausos, a pesar de cualquier cosa, ese hombre, el tal José Cruz,
morirá tarde o temprano. Como yo, como mi padre, como mis hijos. Pero me queda
la satisfacción, el consuelo, de saber que poder escuchar cantar a los muertos
gracias a las frívolas, la utilitarias, la tecnológicas, las sin alma, reproducciones
de audio en los formatos existentes y por inventar (como dicen ahora los
contratos).
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