Caminaba con paso triunfal, un cigarrillo sin filtro apretado suavemente, con estilo, entre mis labios; en una mano la botella de Blackburn y en la otra un libro nuevo, como pocas veces (suelo comprar usados): “Comeclavos” de Albert Cohen. Me sentía el rey del mundo, al menos de mi colonia, o quizá de mi edificio, seguro de mi casa, con certeza de mi mismo (hasta esto dudo a veces). Era de noche y debía la gracia de mis nuevas adquisiciones a un hecho inusitado: esa mañana había asaltado el banco.
Bueno, quizá exagero, pero en términos concretos eso fue lo que paso: salí del banco con dinero que no me correspondía; sí, seguro iré al infierno por esto, mientras no vaya a la carcel no hay problema. En realidad, yo no hice nada malo, nunca lo hago; simplemente iva a realizar una operación por determinado monto de dinero (no diré cifras) y el cajero me entregó más de lo que yo pedí, me percaté, firmé rápido y salí corriendo.
No sé por qué lo hizo, quiero imaginarlo impresionado e intimidado por mi presencia. Pudo pensar: “debo entregarle más dinero, de lo contrario este tipo podría golpearme, matarme, se ve rudo, se ve malo, malo, malo”. Pero la realidad, siempre más simple y llana (¿quién es el imbécil que dijo que la realidad supera a la ficción? seguro una mente limitada) es que seguramente el tipo se equivocó.
Yo me di cuenta al instante, tomé el dinero y salí del banco corriendo. No fuera a ser que el tipo se diera cuenta o una cámara hubiera grabado todo o dios se arrepintiera de pronto de haber sido magnanimo con un tipo medio agnóstico, medio ateo, medio convenenciero, como el cajero (yo no, aclaro). Pero no pasó nada de eso, ni me hablaron más tarde del banco, ni me busco la policía, pero yo, por si las moscas, no pienso regresar a esa sucursal el resto del año.
Al ser dinero malhabido decidí que de igual forma debía malgastarlo, en cosas inútiles, vicios que afectan la salud y el entendimiento: alcohol, cigarros, literatura (quiza también debí comprar una película porno, pero en estos tiempos eso es un anacronismo). Y así iba yo, triunfante, altanero, dueño del mundo y de la noche, cuando alguien interrumpió mi caminar.
Detrás de un resquicio, apareció, como un fantasma, una chica con una bandeja entre las manos: “Compras galletas” murmuró, tímida, inocente, tiernamente excitante. Yo la mire de reojo: era joven, rostro moreno perlado de tristeza, quizá por no haber vendido mucho o nada, menudita, frágil, cabello revuelto, ojos grandes y oscuros. En realidad me pare apenas un segundo, no debía perder tiempo, tenía un whisky, unos cigarros sin filtro, literatura fresca. ¿Para qué quería yo unas pinches galletas caseras? Negué con la cabeza y seguí de largo.
Cuando llegue a mi casa, mientras buscaba las llaves, medite un instante. Recordé el rostro joven, tristón, necesitado de la chica; pensé en su piel de cobre, con los poros de gallina por el frío, con los vellos erizados por el viento y la indiferencia. Tragué saliva, ¿qué podía hacer yo a estas alturas? ¿regresar? ¿comprarle unas estúpidas galletas? ¿Regalarle la botella, los cigarros, el libro? ¿Regalarle un cumplido, un piropo, un buenas noches, una caricia, una mirada, un buen deseo?
Era demasiado tarde. Además de asaltar el banco, ignoré a alguien que necesitaba ayuda. Y me siento mal, terriblemente mal mientras tomo Blackburn, fumo pausadamente, ojeo mi libro y pienso que debería irme a confesar a la iglesia, un día de estos, quizá lo haga, quizá.... siempre hay una primera vez..
Mi asalto al banco
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¿No oyes cantar a los muertos?
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Poeta de elevador
Cuando subí al elevador apenas me percaté de que había alguien más ahí. Estaba absorto en la lectura de una novela policíaca, por lo cual tampoco sentí la mirada insistente. El ascensor llegó al tercer piso, antes de que se abriera la puerta mi acompañante me preguntó, con tierna timidez: “¿Ese libro es de poesía?”.
Sólo hasta entonces reparé a detalle en ella. Una mujer bajita, delgada, entre 30 y 40 años, vestía el uniforme que usan las personas encargadas de la limpieza en el edificio. Parecía cansada, sus ojos tristones escabulleron a los míos para clavarse en el suelo, como si
estuviera apenada después de decir una estupidez. La puerta se abrió, no había tiempo para pensar, me limité a murmurar un seco, un frío, un inconsciente: ‘No, es una novela”. Di un paso afuera y miré de reojo como se cerraba el elevador mientras ella levantaba los ojos y me
dirigía una mirada que me pareció suplicante.
No había nada más que hacer, la había defraudado. Sentí un hueco en la panza y pensé que tal vez debería correr al cuarto, al quinto, al sexto piso y apretar el botón del ascensor. Recibir a esa mujer con una sonrisa y decirle: lo siento, me equivoqué, en realidad este sí es un libro de poesía, es un antología con las mejores poesías amorosas de todos los tiempos, están aquí las más bellas, las más sublimes, las más evocativas y todo lo que usted pueda necesitar o buscar en una poesía.
Era una tontería. Mi entereza y sentido común volvió a ganar la batalla, quedó sepultado otro impulso en el panteón inconmensurable de mi cabeza (o mi corazón?) (soy cursi de closet o entre paréntesis). A cambió dediqué algunos minutos a unos de mis pasatiempos favoritos: imaginar. Rebobiné la película hasta el momento antes de su pregunta. Apenas terminó ella de hablar cuando yo ya tenía una respuesta en los labios y una mirada candorosa y un extraño sentido de fraternidad.
Una mentira, sí eso debí decirle desde el principio. Cuando ella me preguntó qué clase de poesía, seguí con el juego de contestar lo que ella quería. Poesía amorosa. Entonces ella salió del elevador junto conmigo. Nos quedamos parados un momento en el vestíbulo, mientras
me confesaba que siempre había soñado con que algún día su esposo le dedicara unos versos de amor.
Yo le conté que ese libro rojo entre mis manos era una colección de poetas mexicanos. Ella preguntó, con la misma hermosa timidez, si podría yo leerle uno. Yo le dije que sí. Abrí una página al azar y comencé a recitar como si estuviera leyendo el único poema que me sé de memoria: “ Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca. Como todas las cosas están llenas de mi alma emerges de las cosas, llena del alma mía. Mariposa de sueño, te pareces a mi alma, y te pareces a la palabra melancolía”.
Ella interrumpió, conmovida, para preguntarme. ‘¿Es de Octavio Paz? ¿El mismo de las monedas?’. Si, es de él mismo, respondí sin pensarlo. Me puede prestar su libro para copiar el poema. No se preocupe, yo lo trascribo, lo imprimo, se lo regaló. Me sentí magnánimo.
Hasta ahí llegó mi fantasía matinal. De ahora en adelante cada vez que suba al elevador estaré más atento a quienes me rodean; si alguna vez alguien vuelve a preguntarme qué
estoy leyendo, responderé que es poesía y leeré (recitaré) el Poema 15 de Neruda. Cuando me cuestionen sobre el autor, diré que es Sabines, Pacheco, Sor Juana, Withman, el Pimporrro… en todo caso no bajaré en el tercer piso, presionaré el botón del último, la azotea. Una vez ahí invitaré a mi interlocutor para seguir subiendo, me impondré vestidura de poeta, fauno, nefelibata… regalaré tibieza empacada en la forma de una breve mentira.
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