Lo vi un medio día entre semana, justo a la entrada del trabajo. Era un
sujeto de aproximadamente 30 años, alto, delgado, tez blanca, pelo largo desgarbado.
Vestía ropa vieja, olía mal, en su rostro color tizne sobresalían un par de
ojos grandes, verdes, mirada de loco. Un vagabundo, hubiera pensado cualquiera,
un paria, un lumpen, nada por lo cual valga la pena detenerse; pero su mirada
me atrapó cuando nos cruzamos de frente y ya no puede escapar.
Lo había visto minutos atrás mientras yo cruzaba un puente peatonal
sobre Periférico Sur, desde ahí vi como un hombre de aspecto extraño, entonces
él era sólo eso, cargaba algo pesado con los dos brazos, un bulto o algo así;
lo dejó oculto detrás de una maceta de orquídeas, la cual está junto a la
escaleras que conducen a la entrada de la Torre Platino I, donde yo trabajo.
Cuando nuestros ojos se encontraron él no perdió tiempo, me sonrió
ampliamente y me dijo: “Amigo, tengo algo para ti. ¡Es una piedra! Por ser para
ti te la dejo a sólo 100 pesos. ¿Cómo ves?”. Yo, todo extrañeza, fruncí el ceño
y debí entonces haber seguido de largo, pero no, puta curiosidad. Lo miré de
pies a cabeza y volteé de reojo a donde estaba la maceta. “Si, es esa, es una
ganga, 100 pesos, vamos anímate”.
Una semana antes, con el pretexto de que era mi cumpleaños, fui a un
casino llamado “Kash”. Nunca había entrado a un lugar de estos, sólo quería
conocer algo nuevo. En la entrada un cartel anunciaba diferentes promociones,
entre ellas una decía que si era el día de tu cumpleaños te regañaban 100 pesos
y un pastel. Carajo, pensé, mi día de suerte, quizá podría convertir esos 100
pesos en más dinero.
Cuando llegué a una ventanilla para exigir mi premio, una amable
señorita vestida de negro y con voz monótona me explicó: No podía darme mi
premio si yo no tenía una tarjeta dorada que me acreditara como miembro del
Club Kash. Dicha tarjeta tenía un costo de 100 pesos e incluía la misma
cantidad de créditos para jugar en el casino; por lo cual yo podría tener 200 créditos,
no aplicables en blakjack, poker ni ruleta. Es una estafa pensé, pues lo que yo
quería en realidad era jugar a las cartas, sentirme un poco como en una
película de vaqueros; en cambio, lo más que podría hacer sería apretar una y otra
vez un botón, ver pasar los dibujitos y esperar como estúpido a que estos
coincidieran para ganar más créditos y volver a apretar el botón y… etc. Pero
ya estaba ahí, qué diablos pensé, saqué un billete de cien y pedí la tarjeta
dorada.
Yo creía que al menos podría pasar un par de horas gastando esos
créditos; mientras, pensaba beber todo el café y refresco gratis necesario para
desquitar el dinero invertido. Pero no, jugar con esas máquinas es más
complicado de lo que esperaba, tienen muchos botones, para duplicar, triplicar
o multiplicar tu apuesta hasta por 50 o 100. No sabía, ni tampoco me interesó
mucho aprender cómo funcionaba la máquina, sólo apreté botones a los estúpido, supe
por las luces y sonidos que algo gané dos o tres veces y después de 15 minutos,
ya no tenía nada.
Fui por mi pastel, demasiado dulce, el cual acompañé con un café gratis,
aguado. Todavía pasé otro cuarto de hora caminando por el lugar, intrigado por
la gente y su forma de jugar; incluso intenté dilucidar un perfil psicológico y
social de los adictos al juego. La única ventaja de esto fue que los casinos,
al menos este, son de los escasos lugares públicos cerrados donde aún se puede
fumar libremente. Disfruté un par de cigarros y salí de ahí con la sensación de
que esos eran los 100 pesos más estúpidamente gastados de mi vida.
Recordé todo esto, fugazmente, mientras estaba ahí, frente a este
sujeto, loco o profeta, que intentaba venderme una piedra por cien pesos.
Decidí que sería justo que la historia del dinero peor gastado de mi vida fuera
más interesante, más extravagante, digamos, menos patética, al menos. Aún tenía
mis dudas cuando le sujeto volvió a increparme: “Bueno, sólo por ser para ti y
sólo por hoy, te la dejo en 80 pesos. ¿Cómo la ves? Esta regalada, hermano;
además tu sabes que no es cualquier piedra, esta es La Piedra”, mientras
mencionaba esto último abrió mucho los ojos, me convenció. Saqué el dinero y se
lo di. El tipo, estupefacto, miró en su mano el billete de 50 y las tres
monedas de 10; miró a su alrededor, guardó el dinero rápido en las bolsa de su
pantalón y salió corriendo, como si acabara de cometer un asalto. Cuando pasó a
mi laso alcance a escucharlo: “tú si estas chalado carnal”.
Miré mi piedra, satisfecho, era grande, redonda, como de unos 40 cm de diámetro,
debía pesar al menos unos 10 kilos. Fuera de eso no tenía nada especial, era
una piedra, sólo eso. Una pinche piedra de 100 pesos, por la cual yo sólo había
pagado 80, me sentí feliz. El problema ahora era qué iba a hacer con ella, no
podía entrar a la oficina con una piedra y tampoco parecía tarea fácil llevármela
a casa al salir. No quise angustiarme al respecto, me agaché para acariciar mi
piedra, la escondí lo mejor que pude atrás de la maseta y seguí mi rutina
laboral.
En el transcurso del día recordé una novela de Chuck Palahniuk,
‘Asfixia’. En esta un personaje recoge piedras grandes en la calle, lo hace sin
ningún sentido, simplemente junta piedras. Para trasportarlas usa unas cobijas
de colores pastel con dibujos infantiles, con las cuales cubre a la piedra en
turno y la carga en brazos, como un bebe. Así, en el metro y los
autobuses todos le seden el asiento, creyendo que carga un bebe, pero en
realidad es una piedra. El tipo junta piedras y más piedras, las apila hasta
hacer un muro y después… después no recuerdo qué pasa, igual no importa.
El tema era. ¿Cómo voy a llevarme mi piedra? la ideas de hacerla pasar
por un bebe sonaba interesante, pero no podría tener la certeza de que me
cederían un lugar. Además, ¿Cómo le explicaría a mi esposa mi extraña compra? Preferí
postergar el problema. Ese día al salir no me llevé mi piedra, tampoco al
siguiente día, ni toda la semana. Mi piedra se mantuvo ahí, escondida detrás de
la maceta. Cuando yo pasaba por ahí esperaba a que nadie me viera, entonces me
agachaba para acariciarla, a veces le hablaba, una vez incluso, lo confieso, la
bese. Era feliz con mi piedra, carajo.
Pero un día, así sin más, dejo de estar ahí, desapareció. Alguien se
había robado mi piedra. Pensé que llamar a la policía o levantar un acta era
absurdo, buscar otra vez al vagabundo vendedor de piedras también me pareció inútil.
Sólo me quedaba la resignación, esa misma que uno asume ante la muerte de un
ser querido o la lente e inevitable desaparición de un amor. Ya no tenía
piedra; pero igual era cualquier cosa, pensé, la vida sigue, me convencí.
Sin embargo, desde entonces me siento extraño. Ya
no sonrió cuando veo jugar a los niños, no me enternecen lágrimas de mujer
alguna, la literatura ya no me apasiona. El frio no me enchina la piel y el café
expreso me sabe a nada. Hay algo extraño en mí, me siento medio muerto. Extraño
mi piedra. Si alguien sabe dónde está o la ha visto por casualidad, les ruego
que me la devuelvan o quizá, tengan por ahí, en algún lugar de su casa o
trabajo, una piedra que no usen, una piedra que no necesiten. Piensen en mí,
necesito una, me siento vacío.
1 Responses to "¿Quién se ha llevado mi piedra?"
12:59 PM #
Bueno. Has pensado que el homeless que te la vendió haya regresado por ella? Y así sacó un doble provecho de la transacción?
Es una idea :D
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