Es lamentable, los cigarros siempre se terminan. Tarde o temprano
se consumen, así como el vino, los días, los sueños, el amor. Claro, siempre es
posible comprar más, de cualquiera de estas cosas; pero el dinero, puto
dinero, también se acaba y así, sucesivamente hasta que en algún momento, un
día, nos quedamos sin nada.
En realidad nunca fumé mucho, siempre defendí que se trataba de un
gusto, no de un vicio; como el café cargado, prefiero también los cigarros sin
filtro, me gusta incluso chuparlos, aprecio el sabor del tabaco. Pero
últimamente fumo cada vez que algo me encabrona, me entristece, me angustia, me
confunde. Por eso fumo mucho ahora, por eso me duran poco las cajetillas, eso
es lamentable.
Esto me preocupa, sobre todo porque actualmente es cada vez
más difícil encontrar cigarros sin filtro de los que yo fumo: Faritos. Sólo los
venden en el Super K y no es anuncio; en Seven y Oxxo a veces tienen Delicados
sin filtro, pero no es lo mismo. Claro, ya ninguna de las dos marcas usa el
añorado papel arroz, pero así es la modernidad, cada año nos acercamos más a la
extinción total de la especie.
Tampoco es que gaste demasiado dinero en cigarro; pero a veces,
cuando algo me saca de mi centro y no tengo Faritos a la mano, compro cigarros
sueltos en los puestos de la calle; casi siempre Camel o Malboro o Benson o
cualquierotramamada. Pero no me resigno a perder mi espíritu selectivo.
Por eso, idee una solución genial por su simpleza: cuando siento la
marejada, el nudo, el huracán en el pecho, saco un Farito y lo pongo entre mis
labios, pero no lo enciendo. Lo mantengo ahí mientras camino o miro por el
balcón, imagino que está prendido, inhalo el humo imaginario, lo exhalo y una
sensación de imaginario bienestar me invade, me envuelve. Es casi tan parecido
a fumar de verdad.
Este método tiene, además, varias ventajas; además de las
evidentes de gastar menos dinero y chingarme menos los pulmones. Una de ellas
es evadir a los gorrones (ya no soy uno de ellos); cuando alguien me pide un
cigarro seguro se llevaré una sorpresa: primero al ver los Faritos (¿Cómo? ¿Todavía
existen? ¿Sin filtro? ¿Es eso legal?). Y luego otra, más desagradable, cuando resignados a fumar mis ‘chingaderas’,
descubran que todos los cigarros están amarillosde la punta, salivados por mí,
uno por uno. No, gracias, dirá el 99% de los gorrones, ese 1% hubiera sido yo.
Otro beneficio es poder ‘fumar’ en lugares cerrados y la
estupefacción que eso causa. Entro al centro comercial y el policía me mira de
reojo, ve el cigarro pero se da cuenta que no está prendido, entonces no sabe
qué hacer. Duda sobre si debe o no decirme algo y se queda ahí, paralizado por
la duda, por un procedimiento fuera de norma, de la rutina. Algunos guardias sí
se animan a decirme: “Señor, está prohibido fumar aquí”. Yo me limito a enseñarles
el cigarro apagado y sonreír, victorioso. Me gusta la perspicacia que estos
actos ocasionan, la incomodidad de los otros, especialmente en el metro.
He ahí otro aliciente, la extrañeza en los demás. Me gusta ir con
mi cigarro entre los labios, pararme en las zonas de fumar de los restaurantes
y edificios y esperar al primer incauto. “Amigo”, me dicen rebosantes de
amabilidad. “¿Quieres un encendedor?” “No gracias”, contesto, “así estoy bien”.
Luego, el silencio incomodo, deliciosas miradas de ‘estás loco’ o ‘que imbécil y finalmente se largan, sin decir nada, a
fumar lejos de mí. Algunos se atreven a preguntar, “¿Es una broma?” Yo
contesto, lacónico, “no” y me voy de ahí, muy serio, muy digno, a fumar
imaginariamente.
Ayer descubrí, inesperadamente, la mayor ventaja de todas. Subí a
la zona de fumar del edificio donde trabajo, con mi cigarro entre los labios
desde que estaba dentro del elevador, para provocar a los guardias de las
cámaras de seguridad, según yo. Llegué al último piso, la azotea, la zona del
vicio. Atardecía, el horizonte era naranja. Es un buen paisaje, pensé
mientras inhalaba humo imaginario y exhalaba satisfecho. Entonces apareció
ella: una mujer de veintitantos, alta, jovial, pelo rizado, ojos grandes,
oscuros, piernas largas. Casi se me cae el cigarro cuando la vi, pero pude
disimilar bien mi gesto idiota. Ella sonrió y me soltó a bocajarro: “¿Quieres
fuego?” Me quedé helado, carajo, pensé, eso sonó como una propuesta. Claro, que
si quiero, pensé, vamos, préndeme todo con tu ardiente entrepierna, vamos, incéndiame
con tus labios, ‘anda putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo!’. Pensé
en un penoso arrebato poético, plagio incluido. Anda, me imagine gritándole, quemémonos
ahora mismo, aquí, en la cima del cielo, fundámonos tu y yo con el rojo
atardecer de este miércoles cualquiera…
“Si, si quiero”, dije con la mirada ardiente, la respiración entre
cortada, mi esperanza puesta en la punta del cigarro. Ella sacó un encendedor
negro, lo acercó a mi boca y lo encendió, para darle fuego a mi cigarro sin
filtro. Yo fumé de verdad, inhalé como no lo hacía hace mucho y casi me ahogo
cuando le di el golpe. Ella rio, prendió su propio cigarro y se dio vuelta,
para fumar sola, lejos de mí, mientras hablaba por celular.
Yo me quede sólo, con mi cara de imbécil y un cigarro sin prender
entre los labios. Sí, el cigarro ardía en el otro extremo, pero para mí, seguía
apagado, no valía nada. Desde entonces voy
siempre por las calles con un cigarro sin prender entre los labios y espero,
ansioso, que alguien, una bella mujer, se acerque y me ofrezca fuego. A veces
pienso que tampoco importa si es un hombre, a veces me arrepiento de haber
rechazado a quienes me ofrecieron alguna vez su encendedor, era sólo que no
usaban la terminología correcta, pero quizá
hubieran podido ofrecerme el fuego que ahora añoro. A veces ciento la imperiosa
necesidad de que alguien me pregunte, así, sin más, si quiero fuego. Y yo decir
sí, gracias, anda, ven, ardamos juntos. Es otoño, hace mucho frio aquí afuera,
también adentro.
2 Responses to "Un cigarro sin prender entre los labios"
5:38 PM #
Excelente como siempre. Me encanta leerte ;)
5:38 PM #
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