Una mirada helada

Written by Edgar Rodriguez on Thursday, December 19, 2013 at 2:21 PM


Abrí la puerta del congelador en busca de hielos para mi whisky, pero adentro sólo había escarcha. Maldije al puto refrigerador descompuesto y me resigné, la escarcha, medité, igual enfría. Busqué una cuchara y por un instante me sentí dependiente de una nevería La Michoacana. Escarbé un par de cucharadas en mi nieve de nada y entonces apareció esa mirada. No sé cómo llegó ahí, aunque tampoco hay muchas opciones, si yo no la metí, seguro lo hizo ella, las preguntas eran: ¿Por qué? ¿Para qué? 

La saqué de ahí, le quité con cuidado los restos de escarcha y la examiné atentamente a contra luz. La mirada estaba hecha de trazos firmes pero irregulares, con tinta negra sobre un pedazo de papel que en la parte de atrás tenía una lista del super. Entonces la imaginé a ella, sentada frente a la mesa, esperando la hora señalada para marcharse, mirando el reloj de reojo mientras dibuja un ojo con la pluma de los recados sobre el primer papel que encontró a la mano. La miro mover su mano de un lado a otro, nerviosa, se para decisiva cuando la manecilla chica llega donde debe. Toma la mirada y voltea a su alrededor, mira con nostalgia el techo lleno de post-its de colores, estrellas; entonces entra a la cocina, abre el congelador y deja ahí el ojo, en medio de la escarcha. Y se marcha. 

Nunca he sido fan de los enigmas. No creo que esta mirada descubierta entre la escarcha tenga un significado oculto; se trata; intuyo, de un “no me olvides”, de un “siempre te estaré observando”; aunque esto último bien puede parecer más bien una amenaza. Miro la mirada mientras sorbo pequeños tragos de whisky. No sé qué hacer con ella. Aún está fría, quizá podría hacerla bolita, agregarla al vaso y beberla con otro trago como si se tratara de un hielo de papel. Me devoré tu ojo, pensé que podría decirle, con ademán poético, cuando volviera a verla.

Puse la mirada en el balcón, al sol para que se secara, quedó un poco tiesa, perfecta para usarla como separador de libros. Ahora cargo la mirada de ella en medio de las páginas de una novela negra. Cuando voy a leer, antes de comenzar, me detengo un momento para ver atentamente ese ojo y a veces, en un arrebato de sentimentalismo, mascullo un “perdón”, un “por favor vuelve”.
El otro día, en el transporte público, una ráfaga de aire me arrebató la mirada de la mano. Por un momento temí lo peor, imaginé que la mirada podría salir por la ventana, arrastrada por el viento, deambular por la ciudad entre gente desinteresada, hasta finalmente caer en manos de alguien, un cualquiera que la viera sólo como basura y la rompiera en dos, en tres en mil pedazos pequeños para luego arrojarla a un bote viejo. 

O quizá podría encontrarla otro cualquiera más romántico, alguno con mayor capacidad de asombro, uno que la viera y decidiera conservarla y se preguntara de quién era esa mirada, quién la había hecho. Alguien que la guardara celosamente y pasara el resto de sus días buscando, entre los rostros de miles de mujeres, de quién era esa mirada. Y esperaría encontrar en la dueña de esa mirada, no al amor de su vida, sí, al menos, a alguien señalado por el destino para una tórrida aventura, un romance novelesco o al menos un acostón digno de contar a los amigos después de algunas copas. Yo hubiera hecho eso.    

Temí también que la mirada cayera al suelo y ahí sucumbiera anta la pisada indiferente de una suela despiadada. Afortunadamente, aunque sí terminó en el piso, pude rescatar la mirada antes de cualquier otro infortunio. La sujeté fuerte y recordé otros regalos igual de increíbles que ella me había dado a lo largo de nuestra historia y que yo siempre perdí. Recordé una figura diminuta de ganesh, un dije de obsidiana, cartas, dibujos, separadores, muchas cosas. Me maldije y prometí que ahora si cuidaría esta mirada, no dejaría que se extraviara por nada del mundo. Pensé entonces que quizá debería dejar de usarla como separador, pues así corría mucho riesgo de perderla. Decidí que el mejor lugar para resguardarla, libre de peligros y extravíos, era el mismo lugar donde la había encontrado: en el congelador, entre la escarcha. Entonces dudé, todavía lo hago, si sería mejor conservar esa mirada así, segura pero fría, o si era mejor dejarla libre, afuera, propensa a miles de peligros, pero siempre cálida, dispuesta a cobijarme a mí o a cualquier otro víctima de algún invierno fuera de temporada.

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