“Write a short story every week. It's not possible to write 52 bad short stories in a row.”
Bradbury
Un cielo de pájaros
María nunca se casó, ni tuvo hijos, ni una casa propia, un coche, una
carrera profesional, un tórrido romance, ni nada. Vivía en un pequeño
cuarto construido junto a la casa de su hermana, Lupe. Tenía trabajos
eventuales de costura con los cuales apenas sobrevivía. Casi nunca salía y
cuando lo hacía procuraba que estas salidas fueran lo más breves posibles. En
su pequeño cuarto de cinco metros cuadrados era feliz. Tenía una gran pasión:
los canarios.
Estaba enamorada de estos sutiles pájaros amarillos. Tenía una jaula
grande en la cual vivían veinte. Cada canario tenía un nombre, ella los
bautizaba con los nombres de sus amantes o pretendientes que había tenido a lo
largo de su vida. En realidad no eran tantos, pero para ella hombres como el
dependiente de la tienda, que le sonreía y la saludaba amablemente cuando la
veía, eran considerados amores fugaces. Cada mañana ella los nombraba uno por
uno, los tomaba dulcemente entre sus manos, los sostenía cerca de sus labios y
les susurraba palabras dulces.
Conocía perfectamente a cada uno, los distinguía con facilidad, sabía
cuál era su lugar preferido de la jaula o del cuarto, donde cada domingo
cerraba bien la puerta y las ventanas para abrir la jaula y dejar libres a sus
canarios por su dormitorio, eran días de fiesta, días en los cuales ella se
encerraba ahí, sola con sus canarios y era la más feliz, la más dichosa. Sabía,
también, cuál era la hora favorita para cantar y cuál era el alpiste favorito
de cada uno.
Cada seis meses, no sin un profundo arrepentimiento y punzadas en el
corazón, María se veía obligada a vender o regalar algunos de sus canarios. No
podía tener más de veinte en esa jaula y ese cuarto. Para tomar esta difícil
decisión ocupaba tres semanas. En este tiempo hacía audiciones a los canarios,
escuchaba a uno por uno, atentamente, evaluaba la calidad de su canto. Entonces
los numeraba del uno al veinte desde el mejor cantor al peor. Cuando llegaba la
fecha, contrario a lo esperado, ella se deshacía de los mejores cantores. Decía
que sólo así podía estar segura de que sus canarios serían apreciados y bien
cuidados por sus nuevos dueños; suerte que quizá no correrían los otros,
quienes por destino, capricho de la naturaleza u olvido de Dios, no habían sido
tan consagrados con su canto.
Por las tardes, mientras hacía sus trabajos de costuras, ponía en una
vieja grabadora sus cosetees de José José, el ‘Puma’, Roberto Carlos, entre
otros. Cantaba bajito María, casi en un silbido; sonreía de soslayo cuando tras
tararear una estrofa recordaba algún amor, entonces se levantaba, buscaba al
canario con ese nombre, lo sacaba de la jaula y cantaba con él la canción que
la había inspirado.
Cuando un canario moría la tristeza caía sobre María como una piedra en
su cabeza. Caía enferma unos días, dejaba de hablar, comía poco. Una vez
terminado el duelo, tomaba el cuerpecito del pájaro y lo enterraba
cuidadosamente en el jardín de la casa de Lupe; justo ahí, sobre las tumbas de
sus canarios, florecían unos hermosos geranios. María juraba que por las noches,
si uno guardaba silencio y ponía mucha atención, esas flores cantaban.
Así vivió María mucho tiempo. Nunca causó molestias a nadie y fue feliz
con sus canarios. Por tres cuartos de siglo cuidó, amó, enterró y cantó con al
menos seis generaciones de sus pequeños hijos amarillos, como ella solía
llamarlos. María murió un domingo, día de fiesta. Se encerró en su cuarto,
liberó a los canarios y se acostó en su cama a dormir, a morir. Al día
siguiente, cuando fueron a buscarla tuvieron que forzar la puerta tras tocar
insistentemente por horas, cuando la abrieron cientos de canarios salieron
volando de la habitación; el cielo se tornó por unos instantes de un amarillo
espeso y un canto estridente aturdió a todo el vecindario.
Cuando terminaron de salir todos los canarios,
sobre la cama de María encontraron el cuerpo frágil de un canario viejo,
fatigado, muerto tras 95 años de existencia.
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