“Write a short story every week. It's not possible to write 52 bad short stories in a row.”
Bradbury
La tamalera
Dos veces por semana Federico iba por tamales a las afueras de
metro Mixcoac. Él y Mariana, su esposa, tenían por costumbre desayunar esto un
día sí y un día no; tampoco había porque abusar, por eso descansaban de tamales
los fines de semana. A él le tocaba ir lunes y viernes, a ella los Miércoles.
Federico era todo un caballero, sin duda se hubiera sacrificado a ir
personalmente lo tres días, pero estamos en el siglo XXI, un poco de igualdad,
sólo un poquito, no hacía mal a nadie. Así, con este trato equitativo, se
rolaban para levantarse a las siete de la mañana, bajar los cuatro pisos del
edificio y caminar tres cuadras hasta donde estaba su puesto de tamales
preferidos.
Eran, en términos generales, una pareja feliz. Treintañeros con cuatro
años de casado, sin hijos, un gato de mascota, ambos con trabajos estables y
bien redituados, casa propia, coche, fines de semana en ‘cuerna’ y eventuales
escapadas a la playa al menos cada tres meses. Poco les faltaba pues. Hubieran
podido seguir así al menos otros cinco o seis años, cuando comenzara ella a
preguntarse si en verdad no quería tener hijos, porque siempre había dicho eso,
pero no era lo mismo decirlo a los 28 que a los 38. Quizá incluso, ¿por qué
no?, podrían haber tenido uno o dos hijos y ser una familia feliz, cómoda,
promedio.
Pero nadie contaba con la tamalera. Al principio Federico apenas si se dio
cuenta de su existencia, él sólo se limitaba a repetir la orden: “uno
verde y uno de mole, por favor”, pagar por los tamales, para finalmente
despedirse con un sencillo “gracias, hasta luego”. No había nada más, era una
operación simple y la tamalera era sólo parte de esta secuencia, no era
alguien, no existía para él. Sin embargo un día, después de recibir su cambio,
pasó por ahí un hombre del camión de la basura y saludo coquetamente a la
tamalera: “hola guapa”. Fue simple, sutil, pero bastó para que Federico
volteara a verla bien por primera vez.
No era una beldad ni mucho menos, pero algo tenía, un rostro moreno,
unos ojos grandes y tristes, una sonrisa sencilla espontánea, un pecho bruñido
y nada más. Nada para volverse loco, su esposa estaba, digamos las cosas como
son: mucho más buena. Sin embargo, desde ese día Federico no pudo sacarse de la
cabeza a la tamalera. Hablar de amor a primera vista sería rayar en lo cursi,
en lo ridículo; en realidad se volvió una obsesión inexplicable incluso para
él.
Desde entonces se propuso, caballerosamente, para ir por los tamales
siempre. Mariana no puso objeción, cómo iba a sospechar, ni remotamente se
hubiera imaginado. Porque además, no había mucho que ocultar, en realidad
Federico nunca se animó a abordar de lleno a la tamalera, jamás supo ni
siquiera su nombre. Se limitó a hacer de la compra un ritual cada vez más
largo, a veces preguntaba el precio de los tamales o de cuales había, como si
no fuera algo que supiera de memoria; otras a pesar de llegar primero se
distraía fingiendo leer los titulares en el puesto de periódicos para después
formarse en la cola; procuraba pagar con un billete de 100 o 200 para prolongar
el momento de recibir el cambio; cuando tomaba las monedas y la bolsa con los
tamales buscaba rozar levemente la mano de ella y luego sonreírle antes de irse
y decirle “cuídate” cuando se despedía.
Ese roce, esa sonrisa correspondida, le bastaban para alimentar sus
fantasías el resto del día. A veces, especialmente cuando se peleaba con
Mariana, fantaseaba con fugarse con la tamalera, imaginaba que una mañana,
después de comprar los tamales, le ofrecería directamente que se fuera con él a
vivir lejos de ahí, a cualquier otro lado, a comenzar una nueva vida. Él tenía
dinero suficiente para eso y más, ella no podría negarse. Pero a la vez dudada,
que tal si ella no quería, si ella prefería su vida simple de tamalera, que tal
si para ella, desde su perspectiva, era mejor partido el tipo del camión de la
basura. A veces estos pensamientos lo angustiaban.
Por un año mantuvo su rutina y su amorío ficticio con la tamalera. Por
un año alimento fantasías de fugas, anhelos una vida sencilla al lado de esa
mujer en lugar de su vida bien, acomodada, sin problemas, con un esposa
envidiable. Hasta una noche en la cual peleó con Mariana, no importan los
motivos, siempre son intrascendentes, pero la pelea creció en intensidad, hasta
que él la amenazó con dejarla para irse con otra. Ella conocía de sobra la
escasa capacidad social de su marido, sus pocas amistades, su mundo reducido
del trabajo, la casa, un par de amigo. sus hermanos y sus padres. Por eso en
ese instante, en el calor de la discusión, sin pensarlo siquiera, lanzó un
comentario mordaz, entre risas: “Claro, ¿y con quién te vas a ir? ¿Con la
tamalera?”
Fue dardo mortal, un golpe directo al orgullo, a las añoranzas más
recónditas de Federico, quien se sintió trastornado, humillado. Como una bestia
herida, perdió el control. Tomó una botella de vino, aún llena, que estaba
sobre la mesa y la usó para golpear la cabeza de Mariana una y otra vez, sin
pausa, sin cansancio, sin conciencia, hasta que la botella se rompió, hasta que
la cabeza también, hasta que se mezclaron el vino y la sangre, hasta que el
rostro de ella fue irreconocible, hasta que ella ya no fue nada.
Cuando terminó, miró la
hora en su reloj de mano, llevaban toda la madrugada discutiendo, faltaba una
hora para las 7, era lunes. Se sentó a esperar, era su turno para ir por los
tamales. Recordó una vieja nota roja de una mujer que mató a su marido y para
deshacerse del cadáver lo puso en los tamales. Se lavó las manos, la cara y fue
por sus tamales. Cuando llego a la esquina, donde siempre, la tamalera ya no
estaba ahí.
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