Los defectos de Cortázar

Written by Edgar Rodriguez on Tuesday, August 26, 2014 at 12:18 PM

 El escritor argentino no era un dios, como algunos pretenden, eso queda claro. Pero podría ir incluso un poco más lejos, mucho más; digamos ya, sin eufemismos: era un perfecto idiota. Lo era en todo el sentido que implica serlo, incluso el reconocimiento personal, la aceptación, la resignación. Sí, hay que ser realmente idiota para alegrarse, sorprenderse, entusiasmarse aún con las cosas más insignificantes de esta vida.  

Es un grave  defecto ese de ser idiota, nos aleja del resto de los hombres: razonables, útiles, lógicos, inteligentes. Resulta incómodo el entusiasmo permanente, esa especie de presencia y reconocimiento constante del mundo. Ese persistente gusto por todas las cosas no conduce nunca a nada bueno, mas que al desbordamiento de las pasiones. Tenía razón al auto censurarse, hay que ser realmente idiota para ser un poeta.

Aunada a esta idiotez perenne, pecaba también de un infantilismo incandescente, un no creer en lo ineludible, una falta de razón, una ignorante desazón pueril hacia todo lo que se ha enseñando. También era así, un niño desobediente que no sólo buscaba transgredir las reglas, sino que gozaba haciéndolo, burlándose de los críticos y los lectores, escapándose de sí mismo.

Aún hoy, juega todo el tiempo, se burla del lector, de las normas, de La Literatura, de esa que escriben con mayúsculas. Se divierte de lo lindo con trazos en el suelo, con sus esquemas numéricos, con sus trampas, sus laberintos interminables. Para Cortázar la poesía era eso, un elemento lúdico constante de las palabras con las cosas; jugar es vivir plenamente, más allá del hábito y la rutina, de las máscaras y las apariencias, es la esencia misma del hombre. Jugar a la poesía es jugar a pleno, jugar a la poesía es un arte ineludible, jugar a la poesía es un estilo de vida.

“Y el juego en el que cada espejo
Miente otra vez lo ya mentido
Y con los ecos del vacío
Tañe la música del tiempo”
(Planta baja, Último Round)

“para el que con su incendio te ilumina,
cósmico caracol de azul sonoro,
blanco que vibra un címbalo de oro,
último trecho de la jabalina,

la mano que te busca en la penumbra
se detiene en la tibia encrucijada
donde musgo y coral velan la entrada
y un río de luciérnagas alumbra.

si, portulano, fuego de esmeralda,
sirte y fanal en una misma empresa
cuando la boca navegante besa
la poza más profunda de tu espalda,

suave canibalismo que devora
su presa que lo danza hacia el abismo,
oh laberinto exacto de sí mismo
donde el pavor de la delicia mora

agua para la sed del que te viaja
mientras la luz que junto al lecho vela
baja a tus muslos su húmeda gacela
y al fin la estremecida flor desgaja”.

(Viaje infinito, Salvo el crepúsculo)

Siempre fue un niño escritor, a los nueve años tuvo sus primeros acercamientos con la literatura. Comenzó a escribir poemas perfectamente rimados y ritmados. Él mismo admite que eran poemas muy malos, cargados de sentimientos ingenuos y  toda la cursilería de un niño. Al respecto de estos poemas, Cortázar relata que después de haber mostrado a su madre dos o tres sonetos absolutamente impecables, ella los mostró al resto de la familia; los cuales le dijeron a su madre que él era un plagiario, que esos sonetos los había sacado de algún libro, pues siempre lo veían leyendo.

En las palabras del propio Julio, se nota su primera decepción literaria: “Mi madre… muy avergonzada, trató de sonsacarme si esos poemas yo los había escrito o los había sacado de algún libro. Tuve un ataque de desesperación, creo que nunca he llorado tanto […] Yo consideré eso como una ofensa, como algo que me vulneraba en los más hondo… Yo había hecho esos sonetos con un amor infinito y me habían salido formidablemente bien. El resultado era que me acusaban de plagio…”

Era, también, un obseso irremediable. A los 60 años seguía creyendo en las formas perfectas de la poesía; en el soneto, figura ya superada por muchos poetas, abandonada en pos de la escritura más libre de la época moderna. Pero que él seguía cultivando en secreto hasta la publicación de Salvo el Crepúsculo.

Rebelde o revoltoso, que para el caso es lo mismo, fue para colmo siempre un inconforme con todo, con las reglas, con la política, con la vida misma. La literatura de Cortázar es una rebelión en sí misma, rompe con las formas, crea las suyas propias.

En palabras de László Scholz investigador de literatura latinoamericana, especializado en la obra de Julio: “Cortázar es  L´homme revolte de su generación, el hombre que ha vivido en el infierno argentino y europeo de los años cuarenta, y desde entonces no cesa de rebelarse […] es el único artista de su generación que ha sido hasta ahora consecuente con su rebeldía”.

Para colmo ahora resulta incluso hasta un necio, un cínico. Vale la pena revisar la portada de Ultimo Round en su edición de Siglo XXI, México, 1969. Donde se incluye el siguiente texto:

Joven amigo: ¿Se siente revolucionario? ¿Cree que la hora se acerca para nuestros pueblos?

En ese caso, proceda CON SERIEDAD. La revolución no es un juego. Cese de reír. NO SUEÑE. Sobre todo NO SUEÑE. Soñar no conduce a nada, sólo la reflexión y la seriedad confieren la ponderación necesaria para las acciones duraderas. Niéguese al delirio, a los ideales, a lo imposible. Nadie baja de una sierra con diez machetes locos para acabar con un ejército bien armado: no se deje engañar por informaciones tergiversadas, no le haga caso a Lenin. La revolución será fruto de estudios documentados y de una larga paciencia. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS.”

Nada le parece, es un inconformista. Es un extraño de este mundo, con un estado constante de desconsolación. No está conforme con la realidad circundante, rechaza y denuncia las reglas sociales, busca un mundo más amplio e integral para salvar lo que él llama “lo verdaderamente humano”.

En este sentido Cortázar es como Oliveira (de Rayuela), le duele el mundo, está desconcertado ante todo lo que le rodea. Es una concepción de lo absurdo, como lo dice explícitamente en esta misma novela: “Lo absurdo no son las cosas, lo absurdo es que las cosas estén ahí y las sintamos como absurdas”.

“Para el poeta angustiado, todo poema es un desencanto, un producto desconsolador de ambiciones profundas más o menos definidas, de un balbuceo existencial que sólo el poema puede analógicamente evocar y reconstruir”, refiere el propio escritor argentino en su ensayo ‘Hacia una poética’.

Como lo dijo algunas vez Vasconcelos, el gran impulsor de la educación en México, existen dos clases de libros: lo que se leen sentado y los que se leen de pie. Estos últimos son aquellos que nos hacen vibrar, reprueban la vida, son como un grito que nos estremece, nos obliga a ponernos de pie.

“Y sé muy bien que no estarás.
No estarás en la calle,
en el murmullo que brota de noche
de los postes de alumbrado,
ni en el gesto de elegir el menú,
ni en la sonrisa que alivia
los completos de los subtes,
ni en los libros prestados
ni en el hasta mañana.

No estarás en mis sueños,
en el destino original
de mis palabras,
ni en una cifra telefónica estarás
o en el color de un par de guantes
o una blusa.
Me enojaré amor mío,
sin que sea por ti,
y compraré bombones
pero no para ti,
me pararé en la esquina
a la que no vendrás,
y diré las palabras que se dicen
y comeré las cosas que se comen
y soñaré las cosas que se sueñan
y sé muy bien que no estarás,
ni aquí adentro, la cárcel
donde aún te retengo,
ni allí fuera, este río de calles
y de puentes.
No estarás para nada,
no serás ni recuerdo,
y cuando piense en ti
pensaré un pensamiento
que oscuramente
trata de acordarse de ti.”

(El futuro,  Salvo el crepúsculo)

Podemos darnos cuenta hasta aquí de un defecto más del escritor argentino, es un sentimental, un cursi, un romántico en cuestión. “El vocabulario es mi carbono 14, no así los temas y los modos por que nada ha cambiado en ese terreno donde sigo siendo el mismo, quiero decir romántico, sensiblero, cursi…”   

 Si se ha puesto atención hasta ahora se notará que algunas de las características citadas son un tanto contradictorias: cómo se puede ser idiota (en el sentido ya planteado) y doliente al mismo tiempo. Este contrapunto sirve para mostrarnos otro más de sus grandes defectos, Cortázar es un contradictorio, indefinido, es un camaleón.

No es la primera vez que se le clasifica bajo dicho término, el mismo autor lo utilizó para justificar la divergencia de su libro “Vuelta al día en ochenta mundos”. Y de la misma forma se sirve de este concepto para escribir su “Arte poética”; en gran parte inspirada en los estudios de Keats.     

“El poeta renuncia a defenderse, a conservar una identidad en el acto de conocer […] se le da temporalmente el sentirse a cada paso otro, el salirse tan fácilmente de sí mismo para ingresar en las entidades que lo absorben, enajenarse con el objeto que será cantado, la materia física o moral cuya combustión lírica provocará el poema”

Es un alquimista de la palabra, un matabele (brujo africano) que transfigura al esencia de las cosas. Para Cortázar eso es la poesía, una especie de acto mágico mediante el cual trata de introducirse en la esencia de las cosas, ser la tormenta mientras se escribe sobre la misma y a la vez ser capaz de hacer un sortilegio que permita establecer relaciones válidas entre las cosas por una analogía sentimental: hacer que la tormenta sea un grito, eliminando el puente ficticio del “como”;  la tormenta no es como un grito, es un grito.

En el perseguidor se ejemplifica esta forma de concebir la realidad: “Todo era como una jalea, todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros”, relata Johnny Carter, personaje principal de la novela.      

“El poeta es pues un mago, su objetivo es apoderarse del mundo, no se contenta con nombrar las cosas, quiere llegar a lo profundo de los objetos y los seres; el poeta quiere ser la cosa, quiere ser su esencia.”

Idiota, infantil, obseso, revolucionario, necio, inconformista, cursi, contradictorio, hipnotizador… la lista de los defectos puede seguir alargándose, mas estos han sido suficientes para mostrarnos entredicho uno de los más graves defectos de Cortázar: poeta..

Él mismo relata que cuando mostraba sus poemas a sus amigos, la invariable respuesta era: ¿Cuándo escribís otro cuento?; pues era encasillado dentro del género en el que mejor se desenvolvía. Alguna vez también lo dijo Miguel Oviedo, quien calificó la poesía de Cortázar como “conmovedoramente mala”.

La sentencia debería ser entonces: haberse dedicado a hacer lo que mejor sabía, zapatero a sus cuentos a sus novelas y ya. Pero el propio Julio se pronunció siempre en contra de las etiquetas; buscaba la disolución de los géneros tradicionales. No sólo borrar los límites entre prosa, poesía y drama, sino que ampliar los marcos de la literatura misma. 

Cortázar es un poeta, basta leerlo para darse cuenta de ello; su obra es sin duda alguna poesía, aunque se encuentre alineada como prosa. Si el Capítulo 7 de Rayuela, aclamado hasta el hartazgo, no es poesía, ¿entonces qué diablos es?


No le tengo miedo a los lugares comunes, pues sé que en este mundo no hay nadie más común que yo; por eso termino parafraseando aquel viejo dicho: “De músicos poetas y locos, todos tenemos un poco”. Pero son en realidad pocas personas, excepcionales, las que de esas tres cosas lo tienen todo, Cortázar es el gran ejemplo:  “De músico, poeta y loco, Cortázar lo tiene todo”.


Cuando ella o él te dejen, no perdones,
niégate a comprenderlo.
Cultiva bien tu odio, nunca seas
generoso en palabras o en olvido.
Cuando ella o él te dejen, nunca digas
adiós, o qué vamos a hacerle.
Maldice cada letra de su nombre.
Y júrale odio eterno mirándole a los ojos.
Cuando ella o él te dejen, nunca creas
ni justificaciones ni promesas
y busca las palabras más hirientes
el insulto más infame que conozcas.
Cuando ella o él te dejen, nunca juegues
a ser Rick perdido en Casablanca.
Provoca llanto, dolor, remordimientos
y que el adiós te corte igual que una cuchilla.
Porque cuando ella o él te dejan, habrá alguien
tarde o temprano esperando en otra esquina
y volverán a gozar en otros brazos
y dirán “te amo”. Y “ven, dámelo todo”.
Y olvidarán. ¿Para qué, entonces,
mentir? Que ella o él se lleven
-aunque dure bien poco- nuestro odio
igual que una bandera. Para siempre.

(Manual para salvar el odio, Salvo el crepúsculo)


Cuento 06 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Monday, August 25, 2014 at 3:13 PM


“Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury

Última carta para Paula:


“El gato que está triste y azul nunca se olvida que fuiste mía”
Roberto Carlos

Espero que puedas perdonarme por la mancha de sangre sobre tu sábana blanca favorita, no fue mi intención. Nunca quise dejar marca alguna, pero Voltaire se defendió como gato boca arriba, literalmente. Usualmente era manso, por eso nunca imaginé que armara tanto lío cuando lo alcé de la cola para clavarle en el pescuezo la réplica en miniatura de espada flamígera que usabas como abrecartas. Fue un buen regalo. ¿Recuerdas? Te la di en nuestro tercer aniversario.
Me alegra imaginar que usarás esta misma artesanía, previamente lavada y desinfectada, para abrir esta, mi última carta. Seguro te sorprendió encontrar el sobre amarillo y lacrado, sobre tu otrora lecho blanco. Vuelvo a disculparme por eso, juro que no fue mi intención. La culpa fue de Voltaire.
Después de ingresar a tu departamento la idea era hacer un trabajo limpio y rápido: coger al gato, llevarlo a la bañera, cortarle el cuello, desangrarlo, limpiar y enterrar el cadáver en la maceta de Gardenias del balcón. Son horribles esas putas flores. ¿Quién mierda te las regalo? Están lejos de poder compararse con las orquídeas que yo te daba.  Las plantas que te regaló el último fulano, quien seguramente se metió entre tus piernas, a lo sumo sirven para la tumba de un gato, un pinche gato.
Pinche gato, cuando lo tenía agarrado de la cola me arañó el brazo con saña, pero no lo solté inmediatamente, lo hice segundos después cuando repitió su ataque, ahora sobre mi rostro. Entonces ambos, el gato y yo, perdimos la compostura y el estilo. Corrí tras Voltaire por todo el departamento, me arrastré debajo del sillón naranja para sacarlo de ahí, tuve que escarbar entre la ropa sucia, donde el muy listo pretendió esconderse. Por cierto, me gustó mucho tu nuevo negligee rosa; en otras circunstancias incluso me lo hubiera llevado, pero en ese momento mi mente está más-turbada por culpa del puto gato.
En fin, no pretendo hacer aquí un relato detallado de la peliculesca persecución, cuyo final ya habrás adivinado: lo acorralé en tu cuarto y saltó a la cama donde finalmente lo embestí directamente en el vientre, una dos, tres, mil millones de veces, sin piedad. Con tanta intensidad como alguna vez te la clavaba a ti.
Intenté dejar todo como estaba antes, pero bueno, la mancha de la sabana era difícil de ocultar. Lo lamento profundamente, algún día te mandaré de regalo un juego de cama nuevo, aún más inmaculado que este. Escribo esta carta primero para darte aviso sobre el deceso de Voltaire, no Baby don´t cry, la vida sigue, créemelo era necesario hacerlo. Su cuerpo será un buen abono para las flores. ¡No mames, gladiolas, que mal gusto! La segunda razón de estas líneas es para explicarte por qué lo hice. No me gustaría dejarte con la idea de que esto es una simple venganza de mi parte después del fin de nuestra relación de cuatro años, apenas la semana pasada. No, nada más alejado de la realidad.
No te confundas, mujer. Ciertamente soy un tipo pasional y a veces colérico, pero mis acciones persiguen siempre fines más nobles, menos burdos. No soy un vulgar asesino; me concibo, más bien, como un justiciero, no quiero parecer exagerado, pero podría decir que soy casi un héroe. Es verdad, te salvé la vida.
Espera, no rompas aún esta carta, déjame explicarte. Créeme, es importante. Maté a Voltaire para salvarte, pues de no haberlo hecho él te hubiera matado a ti en la próxima luna llena. No estoy loco, es la verdad, debes creerme. Siempre pensé que los gatos eran criaturas infernales, pero nunca tuve la certeza de ello hasta hace poco. Lo sospeché desde hace tiempo, nunca me gustó la manera en que te miraba Burroughts, el gato que te había regalado tu ex. ¿Recuerdas? Por cierto, que manía tan rara la tuya esa de ponerle a los gatos nombre de escritores, siempre me pareció algo muy mamón, la verdad.
Espero que no sigas creyendo que yo fui el culpable de envenenar a Burroughts para borrar cualquier vestigio de tu anterior amor para después regalarte yo otro gato, más hermoso, más negro, más maligno: Voltaire. Entonces no lo sabía créeme. Había escuchado historias y mitos sobre los gatos, sobre su culto en el antiguo Egipto, sobre su  naturaleza demoniaca, pero nunca imaginé tanto, especialmente nunca paso por mi cabeza la idea de los sacrificios de mujeres que realizan los gatos cada noche de luna llena.
No espero que me agradezcas por el favor que acabo de acerté, siempre fuiste malagradecida. Tampoco creo que puedas entender ni pretendo ahondar más en explicaciones. No vale la pena.
Dejo mi copia de las llaves de tu departamento en el mueble de la entrada, lamento que lo nuestro terminara así, espero en el fondo que encuentres la felicidad pronto en otro lado. Te amo, nunca dejare de hacerlo. Créeme si alguna vez vuelves a estar en peligro, yo estaré ahí para salvarte.


PD: Por favor, te lo suplico, mantente alejada de los gatos. Es un consejo, una advertencia.  

Cuento 05 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Thursday, August 14, 2014 at 4:25 PM


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 Bradbury

Un instante de eternidad



Eduardo, lector empedernido de literatura de ficción, tenía un método particular para escoger su siguiente libro. Le gustaba viajar en el metro para escudriñar entre los usuarios a lectores; cuando encontraba alguno se acercaba, trataba de descubrir el título del volumen entre sus manos. Se acercaba a la persona y la cuestionaba directamente: “¿Qué estás leyendo?”. Una vez repuestos del sobresalto inicial, la mayoría contestaban amablemente, en corto, el nombre del libro, algunos mencionaban incluso el autor. “¿De qué trata? ¿Está bueno?”  Estas preguntas ya no eran recibidas tan cordialmente, la gente se mostraba incomoda, confundida, la mayoría afirmaba que sí era bueno el libro, pero eran incapaces de hilar más de cinco palabras sobre la trama del mismo. En este punto Eduardo tomaba su decisión: dar la espalda e irse sin siquiera decir adiós o comenzar la negociación por el libro.
Primero ofrecía cien pesos, los cuales en el acto eran rechazados con cierta indignación por la mayoría. Después duplicaba su oferta y si la persona se resistía continuaba aumentando el monto de 100 en 100. Nunca nadie había resistido la oferta de 500 pesos por un libro usado. Después de comparar el ejemplar Eduardo se marchaba sin decir nada más. Nunca pretendió entablar conversación con los vendedores, ni tampoco imaginó esta situación como un buen método para conocer mujeres. Aunque nunca faltó alguna que así lo creyó, él siempre se mantuvo frío, desinteresado respecto a las personas, concentrado únicamente en el libro que quería comprar.
Durante un año se dedicó solamente a leer. Viajaba en el metro por las mañanas, cazaba sus libros desde las nueve hasta al medio día y dedicaba la tarde entera y parte de la noche a leer. No tenía problemas económicos, dos años atrás sus padres había muerto en un accidente automovilístico y él, estudiante de letras recién graduado, heredó dinero suficiente para sobrevivir sin problemas al menos por otros 40 años, según sus cálculos, los cuales contemplaban la compra de libros, la comida, la ropa, los insumos básicos y un viaje al extranjero cada dos o tres años.
Había vivido así por un año, sin preocupaciones. Leía de cuatro a cinco libros por semana. Disfrutaba, además del acto mismo de recrearse en las ficciones, pensar en las vidas de los lectores anteriores. Imaginaba qué habrían sentido en determinado pasaje o capítulo. Si acaso encontraba notas o líneas subrayadas, su deleite se hacía aún mayor. En un arrebato de misticismo fantástico llegó a pensar que de alguna manera hablaba con esas personas, se apoderaba de una parte de ellas, contemplaba su espíritu. Hubiera sido incapaz de confesar estos pensamientos,  pero tampoco había porqué preocuparse, no tenía alguien con quien hacerlo.
Quizá pudo efectivamente seguir así por cuatro décadas, de no haber sido por Claudia. La encontró un jueves por la mañana en el trasborde de Instituto del Petróleo. Estaba sentada casi al final del barandal de cemento que está en el largo pasillo que divide la línea roja de la amarilla. La vio ahí, pequeña, esbelta, pelo negro, totalmente perdida entre las páginas de un libro. Se paró frente a ella, sin disimular se agachó para poder ver el título del libro: “La eternidad no está de más”, el autor François Cheng. El nombre era atrayente, el autor desconocido, parecía oriental. Procedió a las preguntas de rigor, ella contestó siempre sonriente, mirándolo a los ojos. Le habló sobre el amor platónico, sobre oriente, sobre el autor, un chino occidentalizado. Su voz era suave, pero firme. Eduardo no lo dudó, quiso el libro en ese instante. Ella rio abiertamente ante su oferta y dijo ‘no’. Él, según su costumbre, fue subiendo su oferta, pero ella se aferró. Por primera vez alguien rehusó 500 pesos, eso lo atizó, siguió ofreciendo más y más; mientras ella, al parecer divertida, se limitaba a mover la cabeza de un lado al otro. Finalmente llegó a dos mil pesos, en efectivo, en ese instante, por un libro usado que nuevo seguramente no valdría más de 200 pesos. Es mi última oferta, sentenció temeroso. Todo el tiempo ella siguió negando con la cabeza, riendo a hurtadillas. Finalmente sentenció: “Esta bien, pero con una condición: dame tú número de teléfono o correo electrónico”. Eduardo respondió que no tenía, lo cual era parcialmente cierto, pues en algún momento tuvo ambos medios de comunicación pero tenía más de un año sin usar ninguno.
Claudia le reviró pidiendo su dirección, seguro esa si tenía, seguro en algún lugar vivía, dormía. Eduardo dudó un momento y finalmente cedió. Ella apuntó la dirección en un papelito que sacó de su bolsa, pero antes de que él tomara el libro ella lo detuvo. “Espera, antes enséñame tu credencial de elector para verificar tu dirección”. Había resultado más lista de lo esperado, efectivamente había cambiado el número del departamento cuando se lo dictó. Ella lo descubrió, le reprochó en broma, apuntó el correcto, le dio el libro y se fue.
Eduardo se quedó ahí, parado, viendo como ella se alejaba por el largo pasillo. Preguntándose qué hacía ella ahí, parecía esperar a alguien, pero después de venderle el libro, se fue simplemente sin decir nada. ¿A quién esperaba? ¿A él?
Sin poder resistir más tiempo, se sentó donde antes estaba ella, ojeo el libro, estaba lleno de notas. En diferentes páginas había párrafos marcados entre corchetes y en la última página estaban los números de las páginas marcadas con breves notas y referencias al lado. El libro olía a Claudia, a sus dedos blancos, frágiles, cada hoja era ella. Eduardo suspiró, se saltó el prologó y comenzó, así, el resto de su vida. 

Cuento 04 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Thursday, August 07, 2014 at 5:03 PM





“Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury

Esperando la noche



Juan aplastó tres mosquitos sobre su pierna derecha. Los miró un instante ahí, embarrados contra su pantalón caqui, ensuciándolo. Se divirtió poniéndoles nombre: Federico, José, Miguel, sentenció mientras los remataba con un disparo certero desde su dedo índice. Pensó en lo fácil que era matar insectos; casi tan fácil como hombres, pensó, sonrió, suspiró y prendió un cigarro. No tenía ganas de fumar, pero el humo ayudaría para alejar a los mosquitos.
Mientras el tabaco se consumía miró el ocaso y esperó. Alfonso lo había citado ahí, en lo alto de la montaña, al anochecer. Aunque llevaba casi seis meses aislado, vivía a los pies del cerro en una cabaña rústica, seguía sin acostumbrarse a medir el tiempo sin reloj. Extrañaba algunos lujos y comodidades, pero tampoco le faltaba mucho, tenía comida, un lecho, ropa limpia. Era libre y estaba vivo.
Juan nunca fue un hombre de mucha paciencia, tampoco le gustaban los misterios. Alfonso le había hablado el día anterior, como todos los jueves, para mantenerlo informado de los negocios. Esta vez Poncho se había empeñado en la urgencia de un encuentro en persona, no quiso especificar la razón de esta premura, pero le aseguró a Juan que de verdad era importante. Alfonso era quizá la última persona en la cual aún confiaba Juan, por eso lo había dejado a cargo de todo cuando fue necesario desaparecer del mapa, por seguridad.
Los mosquitos seguían molestándolo. Cuando recién arribó al lugar de la cita Juan se propuso no mostrarse beligerante al respecto; después de matar los primeros tres pensó en simplemente ahuyentarlos un poco, tratar de concentrarse en otra cosa, ignorarlos. Pero conforme el cielo oscurecía los insectos se multiplicaron y se tornaron pertinaces, osados, insoportables. Se enfrascó en una franca masacre en contra de ellos. Son mosquitos, pensaba, son molestos, si no los mató ellos terminaran por matarme a mí a base de piquetes. Imaginó la llegada de miles, millones de mosquitos, todos atacándolo, piquete tras piquete, hasta exterminarlo.
Era justo. Mataba para sobrevivir; él, especie superior, prevalecería sobre cualquier otra. Sumaba los muertos por docenas, pensó que quizá podría llegar al ciento antes de que llegara Alfonso. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan pleno, tan satisfecho de sí mismo, de sus actos; probó nuevamente nombrar a cada caído, pero pronto le faltaron los nombres, pronto todos fueron uno, pronto todos fueron Pedro, su padre.
Juan suspiró, apago su cigarro sobre el cadáver del último mosquito. Miró el atardecer, pensó en Alfonso. Recordó cuando lo había conocido en la preparatoria, recordó cuando le contó sobre su padre, recordó como empezaron juntos en el negocio y reconoció como ahora, juntos, habían llegado tan lejos. Si, Alfonso era el único en el cual todavía podría confiar, pensó. Pero tardaba mucho y eso no estaba bien.
La paciencia nunca fue una cualidad de Juan. Mientras el cielo se oscurecía no podía dejar de maldecir a Poncho por la espera. Parecía que incluso los mosquitos habían decidido abandonarlo o quizá se habían rendido o quizá ya los había matado a todos. Sonrió antes esta posibilidad, mientras atrapaba de un manotazo en el aire a otro de estos ‘pinches pedros’ como acaba de decidir llamarlos de ahora en adelante. Justo cuando prendía otro cigarro llegó Alfonso. Caminaba despacio, a su lado arrastraba a un hombre con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados.
Poncho explicó la situación rápido: era un periodista que había encontrado el paradero de Juan, debían deshacerse de él, era peligroso. Juan miró a Alfonso de reojo mientras obligaba al hombre atado a hincarse y le ponía una pistola en la cabeza.
-¿Por qué no te encargaste tú mismo de él?-preguntó Juan mientras disparaba, sin mirar a Alfonso como si hablara con el árbol.
-Lo siento Juan, tenía que...- Alfonso se quedó parado, la mirada perdida, la mano engarrotada en el cinturón, apunto de desenfundar su arma; las palabras atoradas en la garganta donde una navaja le atravesó la piel. La puntería de Juan siempre fue su mejor amuleto. Alfonso cayó, muerto, junto al cadáver del periodista. El cielo estaba oscuro, la noche se cernía completa, al fin, y la luna comenzaba a asomarse, aún tímida, a lo lejos. Sera una larga noche, pensó Juan.

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