Cuento 04 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Thursday, August 07, 2014 at 5:03 PM





“Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury

Esperando la noche



Juan aplastó tres mosquitos sobre su pierna derecha. Los miró un instante ahí, embarrados contra su pantalón caqui, ensuciándolo. Se divirtió poniéndoles nombre: Federico, José, Miguel, sentenció mientras los remataba con un disparo certero desde su dedo índice. Pensó en lo fácil que era matar insectos; casi tan fácil como hombres, pensó, sonrió, suspiró y prendió un cigarro. No tenía ganas de fumar, pero el humo ayudaría para alejar a los mosquitos.
Mientras el tabaco se consumía miró el ocaso y esperó. Alfonso lo había citado ahí, en lo alto de la montaña, al anochecer. Aunque llevaba casi seis meses aislado, vivía a los pies del cerro en una cabaña rústica, seguía sin acostumbrarse a medir el tiempo sin reloj. Extrañaba algunos lujos y comodidades, pero tampoco le faltaba mucho, tenía comida, un lecho, ropa limpia. Era libre y estaba vivo.
Juan nunca fue un hombre de mucha paciencia, tampoco le gustaban los misterios. Alfonso le había hablado el día anterior, como todos los jueves, para mantenerlo informado de los negocios. Esta vez Poncho se había empeñado en la urgencia de un encuentro en persona, no quiso especificar la razón de esta premura, pero le aseguró a Juan que de verdad era importante. Alfonso era quizá la última persona en la cual aún confiaba Juan, por eso lo había dejado a cargo de todo cuando fue necesario desaparecer del mapa, por seguridad.
Los mosquitos seguían molestándolo. Cuando recién arribó al lugar de la cita Juan se propuso no mostrarse beligerante al respecto; después de matar los primeros tres pensó en simplemente ahuyentarlos un poco, tratar de concentrarse en otra cosa, ignorarlos. Pero conforme el cielo oscurecía los insectos se multiplicaron y se tornaron pertinaces, osados, insoportables. Se enfrascó en una franca masacre en contra de ellos. Son mosquitos, pensaba, son molestos, si no los mató ellos terminaran por matarme a mí a base de piquetes. Imaginó la llegada de miles, millones de mosquitos, todos atacándolo, piquete tras piquete, hasta exterminarlo.
Era justo. Mataba para sobrevivir; él, especie superior, prevalecería sobre cualquier otra. Sumaba los muertos por docenas, pensó que quizá podría llegar al ciento antes de que llegara Alfonso. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan pleno, tan satisfecho de sí mismo, de sus actos; probó nuevamente nombrar a cada caído, pero pronto le faltaron los nombres, pronto todos fueron uno, pronto todos fueron Pedro, su padre.
Juan suspiró, apago su cigarro sobre el cadáver del último mosquito. Miró el atardecer, pensó en Alfonso. Recordó cuando lo había conocido en la preparatoria, recordó cuando le contó sobre su padre, recordó como empezaron juntos en el negocio y reconoció como ahora, juntos, habían llegado tan lejos. Si, Alfonso era el único en el cual todavía podría confiar, pensó. Pero tardaba mucho y eso no estaba bien.
La paciencia nunca fue una cualidad de Juan. Mientras el cielo se oscurecía no podía dejar de maldecir a Poncho por la espera. Parecía que incluso los mosquitos habían decidido abandonarlo o quizá se habían rendido o quizá ya los había matado a todos. Sonrió antes esta posibilidad, mientras atrapaba de un manotazo en el aire a otro de estos ‘pinches pedros’ como acaba de decidir llamarlos de ahora en adelante. Justo cuando prendía otro cigarro llegó Alfonso. Caminaba despacio, a su lado arrastraba a un hombre con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados.
Poncho explicó la situación rápido: era un periodista que había encontrado el paradero de Juan, debían deshacerse de él, era peligroso. Juan miró a Alfonso de reojo mientras obligaba al hombre atado a hincarse y le ponía una pistola en la cabeza.
-¿Por qué no te encargaste tú mismo de él?-preguntó Juan mientras disparaba, sin mirar a Alfonso como si hablara con el árbol.
-Lo siento Juan, tenía que...- Alfonso se quedó parado, la mirada perdida, la mano engarrotada en el cinturón, apunto de desenfundar su arma; las palabras atoradas en la garganta donde una navaja le atravesó la piel. La puntería de Juan siempre fue su mejor amuleto. Alfonso cayó, muerto, junto al cadáver del periodista. El cielo estaba oscuro, la noche se cernía completa, al fin, y la luna comenzaba a asomarse, aún tímida, a lo lejos. Sera una larga noche, pensó Juan.

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