“Write a short story every week. It's not possible to write 52 bad short stories in a row.”
Bradbury
Esperando la noche
Juan aplastó tres mosquitos sobre
su pierna derecha. Los miró un instante ahí, embarrados contra su pantalón caqui,
ensuciándolo. Se divirtió poniéndoles nombre: Federico, José, Miguel, sentenció
mientras los remataba con un disparo certero desde su dedo índice. Pensó en lo
fácil que era matar insectos; casi tan fácil como hombres, pensó, sonrió,
suspiró y prendió un cigarro. No tenía ganas de fumar, pero el humo ayudaría
para alejar a los mosquitos.
Mientras el tabaco se consumía
miró el ocaso y esperó. Alfonso lo había citado ahí, en lo alto de la montaña,
al anochecer. Aunque llevaba casi seis meses aislado, vivía a los pies del
cerro en una cabaña rústica, seguía sin acostumbrarse a medir el tiempo sin
reloj. Extrañaba algunos lujos y comodidades, pero tampoco le faltaba mucho,
tenía comida, un lecho, ropa limpia. Era libre y estaba vivo.
Juan nunca fue un hombre de mucha
paciencia, tampoco le gustaban los misterios. Alfonso le había hablado el día
anterior, como todos los jueves, para mantenerlo informado de los negocios.
Esta vez Poncho se había empeñado en la urgencia de un encuentro en persona, no
quiso especificar la razón de esta premura, pero le aseguró a Juan que de
verdad era importante. Alfonso era quizá la última persona en la cual aún
confiaba Juan, por eso lo había dejado a cargo de todo cuando fue necesario
desaparecer del mapa, por seguridad.
Los mosquitos seguían
molestándolo. Cuando recién arribó al lugar de la cita Juan se propuso no
mostrarse beligerante al respecto; después de matar los primeros tres pensó en
simplemente ahuyentarlos un poco, tratar de concentrarse en otra cosa,
ignorarlos. Pero conforme el cielo oscurecía los insectos se multiplicaron y se
tornaron pertinaces, osados, insoportables. Se enfrascó en una franca masacre
en contra de ellos. Son mosquitos, pensaba, son molestos, si no los mató ellos
terminaran por matarme a mí a base de piquetes. Imaginó la llegada de miles,
millones de mosquitos, todos atacándolo, piquete tras piquete, hasta exterminarlo.
Era justo. Mataba para
sobrevivir; él, especie superior, prevalecería sobre cualquier otra. Sumaba los
muertos por docenas, pensó que quizá podría llegar al ciento antes de que
llegara Alfonso. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan pleno, tan satisfecho
de sí mismo, de sus actos; probó nuevamente nombrar a cada caído, pero pronto
le faltaron los nombres, pronto todos fueron uno, pronto todos fueron Pedro, su
padre.
Juan suspiró, apago su cigarro
sobre el cadáver del último mosquito. Miró el atardecer, pensó en Alfonso.
Recordó cuando lo había conocido en la preparatoria, recordó cuando le contó
sobre su padre, recordó como empezaron juntos en el negocio y reconoció como
ahora, juntos, habían llegado tan lejos. Si, Alfonso era el único en el cual todavía
podría confiar, pensó. Pero tardaba mucho y eso no estaba bien.
La paciencia nunca fue una cualidad
de Juan. Mientras el cielo se oscurecía no podía dejar de maldecir a Poncho por
la espera. Parecía que incluso los mosquitos habían decidido abandonarlo o
quizá se habían rendido o quizá ya los había matado a todos. Sonrió antes esta
posibilidad, mientras atrapaba de un manotazo en el aire a otro de estos
‘pinches pedros’ como acaba de decidir llamarlos de ahora en adelante. Justo
cuando prendía otro cigarro llegó Alfonso. Caminaba despacio, a su lado
arrastraba a un hombre con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados.
Poncho explicó la situación
rápido: era un periodista que había encontrado el paradero de Juan, debían deshacerse
de él, era peligroso. Juan miró a Alfonso de reojo mientras obligaba al hombre
atado a hincarse y le ponía una pistola en la cabeza.
-¿Por qué no te encargaste tú
mismo de él?-preguntó Juan mientras disparaba, sin mirar a Alfonso como si
hablara con el árbol.
-Lo siento Juan, tenía que...- Alfonso
se quedó parado, la mirada perdida, la mano engarrotada en el cinturón, apunto
de desenfundar su arma; las palabras atoradas en la garganta donde una navaja
le atravesó la piel. La puntería de Juan siempre fue su mejor amuleto. Alfonso
cayó, muerto, junto al cadáver del periodista. El cielo estaba oscuro, la noche
se cernía completa, al fin, y la luna comenzaba a asomarse, aún tímida, a lo
lejos. Sera una larga noche, pensó Juan.
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