“Write a short story every week. It's not possible to write 52 bad short stories in a row.”
Bradbury
Un instante de eternidad
Eduardo, lector empedernido de literatura de ficción, tenía un método
particular para escoger su siguiente libro. Le gustaba viajar en el metro para
escudriñar entre los usuarios a lectores; cuando encontraba alguno se acercaba,
trataba de descubrir el título del volumen entre sus manos. Se acercaba a la
persona y la cuestionaba directamente: “¿Qué estás leyendo?”. Una vez repuestos
del sobresalto inicial, la mayoría contestaban amablemente, en corto, el nombre
del libro, algunos mencionaban incluso el autor. “¿De qué trata? ¿Está bueno?”
Estas preguntas ya no eran recibidas tan cordialmente, la gente se
mostraba incomoda, confundida, la mayoría afirmaba que sí era bueno el libro,
pero eran incapaces de hilar más de cinco palabras sobre la trama del mismo. En
este punto Eduardo tomaba su decisión: dar la espalda e irse sin siquiera decir
adiós o comenzar la negociación por el libro.
Primero ofrecía cien pesos, los cuales en el acto eran rechazados con
cierta indignación por la mayoría. Después duplicaba su oferta y si la persona
se resistía continuaba aumentando el monto de 100 en 100. Nunca nadie había
resistido la oferta de 500 pesos por un libro usado. Después de comparar el
ejemplar Eduardo se marchaba sin decir nada más. Nunca pretendió entablar conversación
con los vendedores, ni tampoco imaginó esta situación como un buen método para
conocer mujeres. Aunque nunca faltó alguna que así lo creyó, él siempre se
mantuvo frío, desinteresado respecto a las personas, concentrado únicamente en
el libro que quería comprar.
Durante un año se dedicó solamente a leer. Viajaba en el metro por las
mañanas, cazaba sus libros desde las nueve hasta al medio día y dedicaba la
tarde entera y parte de la noche a leer. No tenía problemas económicos, dos
años atrás sus padres había muerto en un accidente automovilístico y él,
estudiante de letras recién graduado, heredó dinero suficiente para sobrevivir
sin problemas al menos por otros 40 años, según sus cálculos, los cuales
contemplaban la compra de libros, la comida, la ropa, los insumos básicos y un
viaje al extranjero cada dos o tres años.
Había vivido así por un año, sin preocupaciones. Leía de cuatro a cinco
libros por semana. Disfrutaba, además del acto mismo de recrearse en las
ficciones, pensar en las vidas de los lectores anteriores. Imaginaba qué
habrían sentido en determinado pasaje o capítulo. Si acaso encontraba notas o
líneas subrayadas, su deleite se hacía aún mayor. En un arrebato de misticismo
fantástico llegó a pensar que de alguna manera hablaba con esas personas, se
apoderaba de una parte de ellas, contemplaba su espíritu. Hubiera sido incapaz
de confesar estos pensamientos, pero tampoco había porqué preocuparse, no
tenía alguien con quien hacerlo.
Quizá pudo efectivamente seguir así por cuatro décadas, de no haber sido
por Claudia. La encontró un jueves por la mañana en el trasborde de Instituto
del Petróleo. Estaba sentada casi al final del barandal de cemento que está en
el largo pasillo que divide la línea roja de la amarilla. La vio ahí, pequeña,
esbelta, pelo negro, totalmente perdida entre las páginas de un libro. Se paró
frente a ella, sin disimular se agachó para poder ver el título del libro: “La
eternidad no está de más”, el autor François Cheng. El nombre era atrayente, el
autor desconocido, parecía oriental. Procedió a las preguntas de rigor, ella
contestó siempre sonriente, mirándolo a los ojos. Le habló sobre el amor
platónico, sobre oriente, sobre el autor, un chino occidentalizado. Su voz era
suave, pero firme. Eduardo no lo dudó, quiso el libro en ese instante. Ella rio
abiertamente ante su oferta y dijo ‘no’. Él, según su costumbre, fue subiendo
su oferta, pero ella se aferró. Por primera vez alguien rehusó 500 pesos, eso
lo atizó, siguió ofreciendo más y más; mientras ella, al parecer divertida, se
limitaba a mover la cabeza de un lado al otro. Finalmente llegó a dos mil
pesos, en efectivo, en ese instante, por un libro usado que nuevo seguramente
no valdría más de 200 pesos. Es mi última oferta, sentenció temeroso. Todo el
tiempo ella siguió negando con la cabeza, riendo a hurtadillas. Finalmente
sentenció: “Esta bien, pero con una condición: dame tú número de teléfono o
correo electrónico”. Eduardo respondió que no tenía, lo cual era parcialmente
cierto, pues en algún momento tuvo ambos medios de comunicación pero tenía más
de un año sin usar ninguno.
Claudia le reviró pidiendo su dirección, seguro esa si tenía, seguro en algún
lugar vivía, dormía. Eduardo dudó un momento y finalmente cedió. Ella apuntó la
dirección en un papelito que sacó de su bolsa, pero antes de que él tomara el
libro ella lo detuvo. “Espera, antes enséñame tu credencial de elector para
verificar tu dirección”. Había resultado más lista de lo esperado,
efectivamente había cambiado el número del departamento cuando se lo dictó.
Ella lo descubrió, le reprochó en broma, apuntó el correcto, le dio el libro y
se fue.
Eduardo se quedó ahí, parado, viendo como ella se alejaba por el largo
pasillo. Preguntándose qué hacía ella ahí, parecía esperar a alguien, pero
después de venderle el libro, se fue simplemente sin decir nada. ¿A quién
esperaba? ¿A él?
Sin poder resistir más
tiempo, se sentó donde antes estaba ella, ojeo el libro, estaba lleno de notas.
En diferentes páginas había párrafos marcados entre corchetes y en la última
página estaban los números de las páginas marcadas con breves notas y
referencias al lado. El libro olía a Claudia, a sus dedos blancos, frágiles,
cada hoja era ella. Eduardo suspiró, se saltó el prologó y comenzó, así, el
resto de su vida.
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