Cuento 08 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Wednesday, September 24, 2014 at 9:35 PM


“Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury

Lobos en Pie de la Cuesta


Extraño a Mariana cada luna llena. Algunas veces, cuando la nostalgia me  ataca sin tregua, incluso me da por aullar. Entonces se me enchina la piel mientras rememoro las noches con ella, el astro redondo en el alto cielo oscuro, las estrellas, la brisa marina, la arena pegada a nuestra piel y la historia que me contó la última vez que estuvimos juntos. La historia de Antonio.
Antonio era el hijo de una amiga de Mariana, creo que se llamaba Laura. Tras muchos años de no verse se reencontraron una tarde en un supermercado en Acapulco. Aunque Mariana era chilanga vivía ahí porque se dedicaba a dar masajes en hoteles. Las dos se tomaron un café esa misma tarde para ponerse al día. De aquel encuentro se suscitó una invitación de Laura para cenar en su casa, en Pie de la Cuesta, en 15 días. Tres días antes Mariana recibió una llamada de su amiga para confirmar la invitación, pero además para decirle algo importante: el esposo y el hijo de Laura también estarían presentes, pero era trascendente hacerle saber que Antonio, su hijo, era un chico un poco raro. Mariana no supo qué pensar, la afirmación era ambigua y no quiso hacer preguntas incómodas, se limitó a decir que ella era una mujer de amplio criterio.
El día de la cena Mariana trató de comportarse lo más normal desde el principio, se vistió formal, pero sin exagerar, llegó al lugar de la cita y se dejó llevar hasta la hermosa casa de Laura, con vista al mar y amplios ventanales. Una vez ahí fue presentada a Luis, el esposo y Antonio, el hijo extraño. Mariana no pudo dejar de mirarlo un largo rato: era un chico de 15 años, delgado, frente prominente, escaso cabello oscuro, ojos hundidos, barbilla cuadrada, mueca torcida.  A primera vista podría pensarse que padecía algún retraso mental, aunque hablaba normalmente y no parecía tener problemas para caminar ni coordinar sus movimientos.
Pero su mirada tenía algo, una mirada de loco, pensó Mariana; como en esa películas de terror donde uno sabe de inmediato quién es el asesino sólo con verlo a los ojos. Era una noche lluviosa, de luna llena.  Al principio todo transcurrió normalmente, comieron la  sopa y el guisado mientras charlaban del clima, el trabajo de Luis como gerente de un hotel, la escuela de Antonio, las historias en común de las amigas. Parecía una noche cualquiera, una familia corriente, un evento para olvidarse en quince días.
Pero mientras servían el postre, gelatina de rompope, la velada se volvió inmortal. Antonio se quedó viendo fijamente por los ventanales, había dejado de llover, el cielo se estaba despejando y era posible vislumbrar una enorme luna roja. Pero los ojos del chico no estaban fijos ahí, parecían ver más allá, como algo invisible para el resto. Su mano derecha, con la cual sostenía la cuchara del postre, temblaba sin control. Intentaba balbucir unas palabras, apenas entendibles.
-Ma… ma… y…a….están, aquí, so…so…on ellos….- dejó caer la cuchara y se levantó de la silla. De un salto trepó a la mesa y una vez ahí, en cuclillas, levantó el cuello en dirección al techo, movió la cabeza en círculo, recorrió con la mirada, lentamente, cada rincón de la casa y abrió la boca para emitir un sonido agudo, apenas perceptible al inicio, ensordecedor en sus últimos tonos: Auuuuuuuuuuuuuu!
Laura se quedó paralizada un instante, igual Luis. Ambos miraban alternativamente a su hijo y a su invitada, mientras esta permanecía petrificada, con la cuchara a mitad del camino entre el plato y la boca. La pareja dudó apenas un minuto, se pusieron también de pie, levantaron la cabeza al techo, se subieron a la mesa y comenzaron a aullar. Laura miraba de reojo a Mariana e intentaba indicarle con un movimiento de cejas que se les uniera. Mariana, desconcertada,  se levantó de su lugar para escapar al baño, pero cuando iba en camino se topó de frente con la mirada de Antonio.
Sus pupilas dilatadas parecían atravesarla, pero una vez superado el miedo inicial, era posible identificar un atisbo de cordialidad animal tras esos ojos. Una invitación ineludible para una celebración, un acto ritual de otros tiempos. Mariana cedió, olvidó la ruta de escape y se unió a la manada que aullaba sobre la mesa, con los platos y los cubiertos regados por el suelo, mientras a través de los ventanales la luna lucía radiante, roja, misteriosa.
Aullaron toda la noche. Mariana juraba haber perdido la noción del tiempo, tampoco estaba segura de en qué momento se recostó en el suelo, echa un ovillo sobre sí misma, como un animal herido. Al amanecer Laura le ofreció un manta para cubrirse del frio y un café cargado. Se despidió una hora más tarde, sin decir ni preguntar nada. Nunca volvió a ver a su amiga, pero desde entonces las noches de luna llena cobraron para Mariana un significado diferente.
Ella me contó la historia una noche de luna llena. Después de una cena romántica salimos a caminar, inicialmente sin rumbo, luego seguimos a un gato y terminamos por seguir a la luna. Esta nos llevó a la playa, donde nos recostamos, nos revolcamos, cogimos como animales en la arena.  Luego, extenuados, nos recostamos boca arriba, la noche era clara, ella suspiró y comenzó el relato. Cuando terminó  yo estaba adormilado, cerré los ojos y perdí la noción del tiempo. En mis sueños me pareció escuchar aullidos y sentí una lengua animal recorrer mi nuca. Cuando desperté el sol brillaba, la ropa de Mariana aún estaba regada por la arena, pero ella ya no estaba. Nunca volví a saber nada de ella.

Cuento 07 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Monday, September 22, 2014 at 9:34 PM


“Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury


El cantante de blues


Destacaba entre los hombres de la taberna: espalda ancha, porte bravucón, tez morena clara, pelo rizado, canoso, corto, manos grandes, ojeras prominentes; oscilaba entre los 40 o 50 años, dependiendo el ángulo desde el cual se le observara, la luz, la hora. Su voz era el rugido de una bestia herida, un lamento del fondo de la tierra, la desesperanza total. Cantaba y parecía haber nacido para cantar tangos. “Pero siempre preferí el blues”, me confesó más tarde.
El lugar era un anodino bar de viejos escondido en los linderos del barrio de San Telmo. La puerta abatible, las mesas, la barra, eran todo madera podrida; los vasos lucían turbios; incluso los parroquianos parecían exhalar naftalina. Parecía la encarnación de la nostalgia, pero la sobrepasaba, era deprimente. Pero él, el cantante de blues, hizo que valiera la pena encontrar y recordar aquel lugar.  
Cantaba por dinero o cerveza. A  lo José José, pensé entonces. Yo pagué una pinta de cerveza, él se sentó en mi mesa y supo al instante mi condición de extranjero. ‘El Méxicano’ fui desde entonces para él, como había sido y continuaría siendo en otras tantas noches bonaerenses.  En un instante, entre dos pintas y tres tangos, me contó su vida. Había sido un cantante reconocido, con giras por la república, discos, presentaciones; pero lo habían arruinado las drogas. Había escuchado esta historia miles de veces, pero nunca de primera mano. El cantante de blues me habló de su esposa, primero en buenos términos, luego la maldijo, la ‘puteo’, la maldita se llevó a su hijo. Ahora él, rehabilitado, limpio como el cristal de los vasos del lugar, tenía la esperanza de volver a ver al niño cuya foto guardaba en la cartera.  Otra recaída, juraba, sería su fin.   
El cantante de blues me contó que en otra ocasión, en ese mismo lugar, había conocido a una banda de rock de México. “Se llamaban Molotov o algo así”, me dijo  con deferencia, tras lo cual tarareó algunas estrofas de “Puto” y me narró cómo había bebido ahí mismo con Miky Huidobro. Me habló de los mexicanos, siempre cordiales, siempre fiesteros, abiertos… y el clásico ditirambo de adjetivos del cual yo ya estaba hasta la madre. Entonces debí irme, el lugar estaba por cerrar, había dejado de llover, hubiera merecido descansar. Pero el cantante de blues me habló de un lugar en la Boca, un sitio, me dijo, que debería conocer.
Se trataba del Samovar de Rasputín. Por los días es otro restaurante típico argentino con un show de tango, cortes de carne y el ambiente turístico propio de Caminito. Pero en las noches es un universo aparte, un retazo de Nueva Orleans extraviado en Buenos Aires. El lugar es pequeño, tiene una puerta de madera en la entrada, una barra del lado derecho, una docena de mesas en espacio de cinco metros cuadrados y en el fondo los músicos.
Nos sentamos, el cantante de blues hizo que abrieran una botella de vino barato en nuestra mesa, no fuera que si la abrían en la barra nos dieran uno aún peor, yo pagué. Me habló sobre el lugar,  un templo del blues por el cual han pasado los mejores de Argentina y algunos del mundo. Las paredes del sitio estaban atiborradas con fotografía de famosos, entre ellas una de los Rolling Stones. Ambos bebimos más de la cuenta
Apenas recuerdo algunos retazos del resto de la noche: un hombre de treinta años, petizo (estatura baja), pelo negro, chamarra de cuero y pantalón de mezclilla; bailaba y movía las caderas cual Elvis, mientras con la mano se arreglaba el cabello. Una mujer rubia con un vestido negro ajustado, quizá de cuero, quiero creer, bailaba de infarto; todos la veíamos, la devorábamos, ella se dejaba hacer. La luz y el humo del lugar la hacían parecer más buena de lo que quizá estaba. El morocho petizo se acercó y bailó con ella. Parecía una puta escena de película.
El cantante de blues y el petizo entablaron conversación, hablaban de otros tiempos, de otra música, de otras drogas. El calor era insufrible. Aún ahora recuerdo y me acaloro: la música, la rubia bailando, el vino, la luz mortecina. La versión más cercana al infierno que he conocido en carne propia, era hermoso. Salimos al amanecer. El cantante de blues y el petizo salieron abrazados, se sostenían mutuamente para no caer, el segundo aseguraba tener en su departamento un delicioso desayuno, listo para reactivarlos. Guiñaba el ojo exageradamente, tosco, burdo. Ambos me ignoraron, sólo entonces me recordé extranjero. Regresé caminando al hotel. Mientras ellos se alejaban en dirección contraria miré de reojo, por última vez, al cantante de blues; parecía menos melancólico, se balanceaba, la luz del amanecer realzaba su semblante, sus ojos brillaban, tarareaba un blues, parecía más vivo. Nunca lo volví a ver, quizá murío esa mañana. 

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