“Write a short story every week. It's not possible to write 52 bad short stories in a row.”
Bradbury
Lobos en Pie de la Cuesta
Extraño a Mariana cada luna llena. Algunas veces, cuando la
nostalgia me ataca sin tregua, incluso
me da por aullar. Entonces se me enchina la piel mientras rememoro las noches con
ella, el astro redondo en el alto cielo oscuro, las estrellas, la brisa marina,
la arena pegada a nuestra piel y la historia que me contó la última vez que
estuvimos juntos. La historia de Antonio.
Antonio era el hijo de una amiga de Mariana, creo que se
llamaba Laura. Tras muchos años de no verse se reencontraron una tarde en un
supermercado en Acapulco. Aunque Mariana era chilanga vivía ahí porque se
dedicaba a dar masajes en hoteles. Las dos se tomaron un café esa misma tarde
para ponerse al día. De aquel encuentro se suscitó una invitación de Laura para
cenar en su casa, en Pie de la Cuesta, en 15 días. Tres días antes Mariana
recibió una llamada de su amiga para confirmar la invitación, pero además para
decirle algo importante: el esposo y el hijo de Laura también estarían presentes,
pero era trascendente hacerle saber que Antonio, su hijo, era un chico un poco
raro. Mariana no supo qué pensar, la afirmación era ambigua y no quiso hacer
preguntas incómodas, se limitó a decir que ella era una mujer de amplio criterio.
El día de la cena Mariana trató de comportarse lo más normal
desde el principio, se vistió formal, pero sin exagerar, llegó al lugar de la
cita y se dejó llevar hasta la hermosa casa de Laura, con vista al mar y
amplios ventanales. Una vez ahí fue presentada a Luis, el esposo y Antonio, el hijo
extraño. Mariana no pudo dejar de mirarlo un largo rato: era un chico de 15
años, delgado, frente prominente, escaso cabello oscuro, ojos hundidos,
barbilla cuadrada, mueca torcida. A
primera vista podría pensarse que padecía algún retraso mental, aunque hablaba
normalmente y no parecía tener problemas para caminar ni coordinar sus
movimientos.
Pero su mirada tenía algo, una mirada de loco, pensó Mariana;
como en esa películas de terror donde uno sabe de inmediato quién es el asesino
sólo con verlo a los ojos. Era una noche lluviosa, de luna llena. Al principio todo transcurrió normalmente,
comieron la sopa y el guisado mientras
charlaban del clima, el trabajo de Luis como gerente de un hotel, la escuela de
Antonio, las historias en común de las amigas. Parecía una noche cualquiera,
una familia corriente, un evento para olvidarse en quince días.
Pero mientras servían el postre, gelatina de rompope, la
velada se volvió inmortal. Antonio se quedó viendo fijamente por los
ventanales, había dejado de llover, el cielo se estaba despejando y era posible
vislumbrar una enorme luna roja. Pero los ojos del chico no estaban fijos ahí,
parecían ver más allá, como algo invisible para el resto. Su mano derecha, con
la cual sostenía la cuchara del postre, temblaba sin control. Intentaba
balbucir unas palabras, apenas entendibles.
-Ma… ma… y…a….están, aquí, so…so…on ellos….- dejó caer la
cuchara y se levantó de la silla. De un salto trepó a la mesa y una vez ahí, en
cuclillas, levantó el cuello en dirección al techo, movió la cabeza en círculo,
recorrió con la mirada, lentamente, cada rincón de la casa y abrió la boca para
emitir un sonido agudo, apenas perceptible al inicio, ensordecedor en sus
últimos tonos: Auuuuuuuuuuuuuu!
Laura se quedó paralizada un instante, igual Luis. Ambos
miraban alternativamente a su hijo y a su invitada, mientras esta permanecía
petrificada, con la cuchara a mitad del camino entre el plato y la boca. La
pareja dudó apenas un minuto, se pusieron también de pie, levantaron la cabeza al
techo, se subieron a la mesa y comenzaron a aullar. Laura miraba de reojo a
Mariana e intentaba indicarle con un movimiento de cejas que se les uniera.
Mariana, desconcertada, se levantó de su
lugar para escapar al baño, pero cuando iba en camino se topó de frente con la
mirada de Antonio.
Sus pupilas dilatadas parecían atravesarla, pero una vez
superado el miedo inicial, era posible identificar un atisbo de cordialidad
animal tras esos ojos. Una invitación ineludible para una celebración, un acto
ritual de otros tiempos. Mariana cedió, olvidó la ruta de escape y se unió a la
manada que aullaba sobre la mesa, con los platos y los cubiertos regados por el
suelo, mientras a través de los ventanales la luna lucía radiante, roja,
misteriosa.
Aullaron toda la noche. Mariana juraba haber perdido la
noción del tiempo, tampoco estaba segura de en qué momento se recostó en el
suelo, echa un ovillo sobre sí misma, como un animal herido. Al amanecer Laura
le ofreció un manta para cubrirse del frio y un café cargado. Se despidió una
hora más tarde, sin decir ni preguntar nada. Nunca volvió a ver a su amiga,
pero desde entonces las noches de luna llena cobraron para Mariana un
significado diferente.
Ella
me contó la historia una noche de luna llena. Después de una cena romántica salimos
a caminar, inicialmente sin rumbo, luego seguimos a un gato y terminamos por
seguir a la luna. Esta nos llevó a la playa, donde nos recostamos, nos
revolcamos, cogimos como animales en la arena.
Luego, extenuados, nos recostamos boca arriba, la noche era clara, ella
suspiró y comenzó el relato. Cuando terminó yo estaba adormilado, cerré los ojos y perdí
la noción del tiempo. En mis sueños me pareció escuchar aullidos y sentí una
lengua animal recorrer mi nuca. Cuando desperté el sol brillaba, la ropa de Mariana
aún estaba regada por la arena, pero ella ya no estaba. Nunca volví a saber
nada de ella.