Cuento 07 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Monday, September 22, 2014 at 9:34 PM


“Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury


El cantante de blues


Destacaba entre los hombres de la taberna: espalda ancha, porte bravucón, tez morena clara, pelo rizado, canoso, corto, manos grandes, ojeras prominentes; oscilaba entre los 40 o 50 años, dependiendo el ángulo desde el cual se le observara, la luz, la hora. Su voz era el rugido de una bestia herida, un lamento del fondo de la tierra, la desesperanza total. Cantaba y parecía haber nacido para cantar tangos. “Pero siempre preferí el blues”, me confesó más tarde.
El lugar era un anodino bar de viejos escondido en los linderos del barrio de San Telmo. La puerta abatible, las mesas, la barra, eran todo madera podrida; los vasos lucían turbios; incluso los parroquianos parecían exhalar naftalina. Parecía la encarnación de la nostalgia, pero la sobrepasaba, era deprimente. Pero él, el cantante de blues, hizo que valiera la pena encontrar y recordar aquel lugar.  
Cantaba por dinero o cerveza. A  lo José José, pensé entonces. Yo pagué una pinta de cerveza, él se sentó en mi mesa y supo al instante mi condición de extranjero. ‘El Méxicano’ fui desde entonces para él, como había sido y continuaría siendo en otras tantas noches bonaerenses.  En un instante, entre dos pintas y tres tangos, me contó su vida. Había sido un cantante reconocido, con giras por la república, discos, presentaciones; pero lo habían arruinado las drogas. Había escuchado esta historia miles de veces, pero nunca de primera mano. El cantante de blues me habló de su esposa, primero en buenos términos, luego la maldijo, la ‘puteo’, la maldita se llevó a su hijo. Ahora él, rehabilitado, limpio como el cristal de los vasos del lugar, tenía la esperanza de volver a ver al niño cuya foto guardaba en la cartera.  Otra recaída, juraba, sería su fin.   
El cantante de blues me contó que en otra ocasión, en ese mismo lugar, había conocido a una banda de rock de México. “Se llamaban Molotov o algo así”, me dijo  con deferencia, tras lo cual tarareó algunas estrofas de “Puto” y me narró cómo había bebido ahí mismo con Miky Huidobro. Me habló de los mexicanos, siempre cordiales, siempre fiesteros, abiertos… y el clásico ditirambo de adjetivos del cual yo ya estaba hasta la madre. Entonces debí irme, el lugar estaba por cerrar, había dejado de llover, hubiera merecido descansar. Pero el cantante de blues me habló de un lugar en la Boca, un sitio, me dijo, que debería conocer.
Se trataba del Samovar de Rasputín. Por los días es otro restaurante típico argentino con un show de tango, cortes de carne y el ambiente turístico propio de Caminito. Pero en las noches es un universo aparte, un retazo de Nueva Orleans extraviado en Buenos Aires. El lugar es pequeño, tiene una puerta de madera en la entrada, una barra del lado derecho, una docena de mesas en espacio de cinco metros cuadrados y en el fondo los músicos.
Nos sentamos, el cantante de blues hizo que abrieran una botella de vino barato en nuestra mesa, no fuera que si la abrían en la barra nos dieran uno aún peor, yo pagué. Me habló sobre el lugar,  un templo del blues por el cual han pasado los mejores de Argentina y algunos del mundo. Las paredes del sitio estaban atiborradas con fotografía de famosos, entre ellas una de los Rolling Stones. Ambos bebimos más de la cuenta
Apenas recuerdo algunos retazos del resto de la noche: un hombre de treinta años, petizo (estatura baja), pelo negro, chamarra de cuero y pantalón de mezclilla; bailaba y movía las caderas cual Elvis, mientras con la mano se arreglaba el cabello. Una mujer rubia con un vestido negro ajustado, quizá de cuero, quiero creer, bailaba de infarto; todos la veíamos, la devorábamos, ella se dejaba hacer. La luz y el humo del lugar la hacían parecer más buena de lo que quizá estaba. El morocho petizo se acercó y bailó con ella. Parecía una puta escena de película.
El cantante de blues y el petizo entablaron conversación, hablaban de otros tiempos, de otra música, de otras drogas. El calor era insufrible. Aún ahora recuerdo y me acaloro: la música, la rubia bailando, el vino, la luz mortecina. La versión más cercana al infierno que he conocido en carne propia, era hermoso. Salimos al amanecer. El cantante de blues y el petizo salieron abrazados, se sostenían mutuamente para no caer, el segundo aseguraba tener en su departamento un delicioso desayuno, listo para reactivarlos. Guiñaba el ojo exageradamente, tosco, burdo. Ambos me ignoraron, sólo entonces me recordé extranjero. Regresé caminando al hotel. Mientras ellos se alejaban en dirección contraria miré de reojo, por última vez, al cantante de blues; parecía menos melancólico, se balanceaba, la luz del amanecer realzaba su semblante, sus ojos brillaban, tarareaba un blues, parecía más vivo. Nunca lo volví a ver, quizá murío esa mañana. 

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