“Write a short story every week. It's not possible to write 52 bad short stories in a row.”
Bradbury
Ojalá te mate la sombra
Comer tierra pudo ser manjar de niños, pero para un adulto con
tres días sin comer ni beber, sólo es eso: pinche tierra. Arturo estaba tirado
boca abajo, yerto, seco, era un casi muerto. Pensó que si un ave carroñera
pasara por ahí podría confundirlo con alimento; luego recapacito, los animales
no son tan imbéciles, saben distinguir un muerto de un vivo. Giró la cabeza al
cielo para ver la posición del sol e intentar descifrar la hora; era absurdo,
nunca le interesó la astrología. Maldijo mentalmente, deslizó la lengua áspera
por los labios cuarteados y anheló un poco de saliva, suficiente al menos para
escupirle en la cara a Charly, cuyas botas enlodadas vio acercarse lentamente a
él.
Vestido de blanco, con barba rauda, mirar cansino y voz
rasposa; Charly, el Águila, se reclinó sobre el cuerpo de Arturo y le murmuró
al odio
—Fuerza hermano, estamos cerca de encontrarlo.
El moribundo no respondió, de haber podido le habría mentado
la madre. Seguía lamentándose por haberse dejado embaucar. En medio de su
delirio recordó a su ex esposa e imaginó cómo le recriminaría: “Ves, por eso
siempre te dije: no te juntes con pendejos”. A veces todavía la extrañaba, sobre
todo en situaciones límite. Después de su divorcio se perdió seis meses en el alcohol,
ni más ni menos, fue la cuota fijada premeditadamente, no se merecía más la desgraciada. Una vez superada la crisis se encontró sin
nada, ni esposa, ni trabajo, ni dinero, ni futuro, ni ganas de vivir. Entonces
vendió cuanto pudo de sus pocas pertenencias y se encaminó en este viaje de
autoconocimiento, como se lo vendió Charly cuando lo conoció en un café.
—No existen las casualidades —le dijo entonces el chamán —el
gran espíritu te condujo aquí para que me encontraras y yo te sirviera como
mediador y guía para encontrar tu propia iluminación.
Entonces aceptó, estaba tan perdido que no objetó nada. Asintió a cada palabra del Águila, se dejó
llevar, se asumió hoja al viento. Cuando
se reencontraron en el pueblo de Real de Catorce, dos semanas después, Arturo le preguntó por qué no tomaban uno de
aquellos jeeps para bajar al desierto, como parecían hacer todos.
—Hay que caminar, el camino es arduo, pero es un sacrificio
necesario para limpiar nuestro espíritu antes de encontrarnos con Hikuri.
Charly decía todo con voz
profunda, barbilla levantada, ceño fruncido, mirada perdida; por eso la mayoría terminaban por
aceptar sus palabras como ley. Así, Arturo no objetó tampoco que emprendieran
el viaje con la menor cantidad de provisiones posibles, incluso sin agua ni
comida.
—Purificaremos nuestros cuerpos con el ayuno y obtendremos
fuerza de la luz del sol —profetizó el Águila.
Además de Arturo también los acompañaba otro buscador, se
llamaba Ernesto y parecía mudo. Apenas hablaba para repetir los preceptos del
Águila y afirmar todo.
—Siempre dices que sí, hablas poco pero positivo —lo alentaba
el chamán— eso me gusta, vas a llegar lejos con esa actitud.
Por su parte Arturo dudaba. Se dejaba llevar cierto, mantuvo
el ímpetu de la hoja al viento, pero no podía engañar por completo a su cabeza.
Sin embargo, mantenía cierta esperanza; había leído tres artículos sobre el
peyote, el libro “Las puertas de la percepción” de Huxley, además de ver un par
de documentales al respecto. Tenía fe, aunque le parecía extraño utilizar esa
palabra, en el peyote, esperaba que este cactus sagrado lo ayudara a recuperar
su espíritu. Si alguna vez lo tuvo.
No sabía si era eso, pero seguro algo había perdido. Después
de su divorcio nada le apasionaba. Vivía por inercia, sin deseos, sueños, ni
aspiraciones. Dejó de sentir, era un ser pensante, únicamente, eso pensaba él,
pensaba demasiado. Creía en el peyote como una fuente de iluminación capaz de
ayudarle a recuperar su ardor.
Acamparon en medio del desierto a los pies del Cerro del Quemado.
Durmieron casi toda la tarde en le primer día y después comenzaron la cacería.
Al principio Arturo era el más entusiasmado, olisqueaba el aire como perro,
aunque desconocía el olor del peyote. A veces cerraba los ojos, como había
aconsejado Charly, caminaba unos pasos a ciegas, tropezaba con alguna roca y
entonces los abría con la esperanza de encontrar a Hikuri frente a su mirada,
pero nada.
No encontraron ni madres en tres días y Charly se negaba a
regresar al pueblo por agua y alimentos. Insistía en que podían obtener energía
del sol.
—Paciencia hermano, paciencia— les repetía como un mantra y
nada más. Ahorraba palabras.
Al tercer día Arturo no pudo más. Estaba tirado boca abajo, había caído por
séptima vez en la mañana tras otro fallido intento de búsqueda a ciegas. Cuando
abrió los ojos otra vez lo mismo: sólo tierra, sol, pinche sol de mediodía sin
una puta sombra y las botas de Charly, el pendejo chamán. Cuando el Águila le
habló al oído, algo en el interior de Arturo estalló. Estiró el brazo izquierdo
para intentar alcanzar las botas de Charly pero no lo alcanzó. Cerró sus ojos,
tomó otro impulso y su mano se tropezó de pronto con algo, un objeto redondo, algo
que le inyectó una súbita energía. No era peyote, era algo más simple, más
esencial, un objeto llano, gris. Una piedra.
La mano de Arturo se aferró a la piedra y su cuerpo tembló
de pies a cabeza. Se levantó de un salto, llenó de energía, ardía de pies a
cabeza. Arremetió una y otra vez con la piedra, sagrada piedra, sobre la cabeza
del Águila, el cual cayó inconsciente al tercer impacto, ni siquiera sintió los
otros 12. Arturo dejó de golpearlo cuando la sangre le salpicó el rostro.
Entonces retrocedió, miró estupefacto el cuerpo inconsciente de Charly, guardo
silencio, lo escuchó respirar, miró al sol, alto, ardiente, sonrió. Se sintió
vivo, llenó de ímpetu, iluminado. Se reclinó sobre el Águila, sintió su pulso,
estaba vivo. Miro a su alrededor y no vio rastro de Ernesto. Tomó el cuerpo del
chamán de un brazo, lo arrastro hasta un cactus, lo dejó bajo su sombra y se
fue.
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