Cuento 11 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Tuesday, December 23, 2014 at 8:39 PM

 “Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 

 Bradbury


BRINCOLINES DE LA MUERTE


José tomó un sorbo de ponche con 'piquete' y se llevó la mano derecha a la bolsa del pantalón; además del alcohol, el frío le inducía a fumar, pero no podía, no en ese lugar, aún no. Miró de reojo a María, su esposa, quien adivinó su intención, por eso movía la cabeza de un lado a otro, negativamente. Estaban sentados cerca de los juegos infantiles, eran alrededor de las siete de la noche, la posada estaba en su esplendor; los puestos de comida lucían filas largas,los villancicos se repetían tortuosamente, todos parecían felices. Casi todos, menos algunos niños.

Desde que llegaron al lugar, una secundaria privada donde José daba clases de literatura,  ambos habían visto los dos brincolines: eran viejos, estaban parchados, mal inflados, colocados en lugares inseguros. Los niños, con su usual ingenio, no tardaron en llamarlos "los brincolines de la muerte". No pocos de los pequeños se mostraban temerosos a la hora de subirse a los 'juegos'. El espectáculo de los infantes, con sus ojos de terror, sus pasos inseguros y sus gritos al caer, estremecían a José, quien era incapáz de reprimir el impulso de correr a recogerlos cada vez que alguno se caía. Pero María no lo dejaba.

Cuando iban a la mitad del ponche vieron a una niña rubia, rubicunda, con rizos, ojo claro; salió berreando de uno de los brincolines y se dirigió a ellos. La menor tendría unos siete años, tenía el rostro rojo, bañado en lágrimas. Detrás de ella iba otra niña más pequeña, delagada, tez morena, cabello largo, mirada maliciosa.

—¿Qué sucede pequeña? —preguntó José a la niña rolliza en tono gentil.

—Es que..... es que..... en el brincolín de allá están robando niños —dijo entre berridos mientras señalaba el brincolín del cual había salido.

José y María intercambiaron miradas, sonrieron de soslayo, bebieron otro sorbo de ponche.

—Eso no es cierto pequeña, ¿por qué dices eso? —le susurró María   suavemente mientras le frotaba el hombro, tratando de calmarla.

—¡Sí es cierto! ¡Allá están robando niños, allá están robando niños! —la niña más pequeña gritó con estruendo y luego sonrió al comprobar como sus gritos surtían efecto, la otra menor volvía a llorar copiosamente, temblaba.

José se llevó el dedo índice a los labios para ordenar silencio a la más pequeña. Con su mano izquierda sobaba el otro brazo de la llorona. La pareja hacía simultáneamente ruidos tranquilizadores, tarareaban tonadas, buscaban relajar a la niña rubia. Apenas lograban calmarla un poco, la otra atacaba nuevamente, inmisericorde.

—Además, a los niños que se roban les cortan la cabeza y los brazos y les sacan los órganos...

José la interrumpió de golpe, le puso la palma de la mano en la boca y le indicó que se fuera.

—No hagas caso dulce —le dijo María a la niña rubia— ¿Dónde están tus papás?

—Mi mamá fue por algo de comer, por allá —la niña señaló una de las filas largas donde la gente esperaba por su turno para recibir un par de tacos al pastor— pero ya tardó mucho —y comenzó a llorar de nuevo.

José la abrazó suavemente, le acercó el vaso de ponche para que le diera un sorbito y la cobijó con una manta azul rey que María sacó de su bolsa de mano. Mientras tanto ella susurraba un canción al oído de la niña. La rubia cabeceó, dio pequeños sorbos de ponche y su llanto se fue apagando hasta convertirse en un siseo apenas perceptible; finalmente, cayó dormida.

La pareja esperó unos minutos, terminó su ponche y salió de la escuela con la niña dormida sobre el hombro de José. Este prendió un cigarro justo cuando cruzaban la puerta y abordaban un taxi sin placas que los esperaba frente al colegio.

















































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