Cuento 12 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Friday, February 13, 2015 at 8:12 AM

 “Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury

YO ME ROBE TU PUTO QUESO

Te miras en el espejo y sonríes. La corbata nueva luce estupenda, no parece comprada en los puestos  del metro Toreo. Claro, ayudan la camisa negra, recién planchada, así como el traje tipo Oxford; es el único que tienes, pero ahora, recién sacado de la tintorería, hasta parece nuevo. Te sientes bien, con el rostro  rasurado, el cabello corto, el aliento fresco. “Hoy será un gran día”, murmuras frente al reflejo; luego  te arrepientes, una frase trillada, piensas, pero la repites varias veces, como un mantra, convencido a medias de la utilidad de las afirmaciones positivas.
Apenas sales de casa recibes una llamada de Luis, tu jefe. Saluda amablemente, rebosante de entusiasmo, pregunta por tu salud, por tu familia, por tu estado de animo. Es un buen hombre, piensas. Te informa de una cita estupenda para ti, debes ir a Iztapalapa donde la señorita (pronuncia esto como si guiñara un ojo) Mariana espera ansiosamente para hacer válida su promoción. Te augura éxito, te infunde ánimos y te felicita por el contrato cerrado la semana pasada, tu primera venta. “Ahora ya eres formalmente parte de esta gran familia”, sentencia y se despide llamándote hermano.
Dudas un segundo apenas, piensas que quizá hubiera sido mejor una cita en Polanco, en Santa Fe o cualquier otro lado con más nivel económico. Pero recuerdas la venta de la semana pasada, en una fabrica perdida en la Valle Gomez, donde lograste tu primer contrato. Convenciste a un par de mujeres trabajadoras de pagar el curso de lectura rápida entre las dos, compartir el material, intercalarse para ir a las clases y salir adelante juntas, superarse, ser mejores personas en comunidad. Después de firmar estaban contentas, a pesar de haber contraído una deuda por casi treinta mil pesos cuando apenas ganan el salario mínimo.  “Pero es una gran inversión”, les recordaste al despedirte, “es una apuesta segura para un mejor futuro”, sentenciaste feliz, plenamente convencido de haberles hecho un favor.
Mientras viajas en el transporte público te lamentas por las distancias, la cantidad de gente, el mal olor. Pero desechas estos pensamientos perjudiciales, piensas en Luis, en sus consejos;, tienes la esperanza  de ser como él algún día y tener un coche como el suyo. También, imaginas, podrías tener muchos trajes, corbatas de marcas reconocidas, mancuernillas  doradas, una oficina propia amueblada con sillones de cuero, libreros de caoba llenos de títulos interesantes, libros sobre negocios, superación, física cuántica.
Mientras caminas por las calles buscando la dirección, recuerdas porqué algunos llaman a esos rumbos “Iztapalacra”. Se te antoja un cigarro, pero te abstienes; el olor del tabaco no es agradable, recuerdas, debes cuidar la presentación, evitar los vicios de preferencias o en última instancia ocultarlos lo más posible. Antes fumabas mucho, cuando trabajas como reportero, ibas por las calles, cazabas notas, necesitabas café y nicotina constante para mantenerte alerta, recuerdas. Pero ahora es diferente, la vida cambia y uno, como buen ratón, debe  adaptarse a los nuevos quesos, buscar nuevas salidas de los laberintos. 
Cuando llegas a la dirección te sorprende el panorama, pero no pierdes los ánimos. Es una casucha sin terminar, una obra negra completada  en parte con pedazos de lámina, cartón y otros materiales reciclados. Las cortinas están hechas con retazos de viejos anuncios de partidos políticos. Pero esto no te desmoraliza, es un gran día, recuerdas, tomas aire antes de tocar el timbre, suena una melodía de la cucaracha, suspiras.

Abre una señora regordeta. Cuando le preguntas por la señorita Mariana lanza un  grito: “¡Hija! ¡Te buscan!”, luego sonríe amablemente y te invita a pasar. Mientras te sientas en un sillón viejo vez salir de una puerta contigua a una  muchacha de unos 17 años. Está enredada en una toalla, el cabello aún le escurre; gotas de agua perlan su rostro, la hacen lucir más atractiva de lo que es en realidad. Es de estatura baja, tez morena, ojos tristes, dientes perfectos, tímida. Ríe nerviosa, sin saber qué hacer, qué decir, te mira fijamente, admirada, corre a otro cuarto y murmura un leve “ya vuelvo”.
La tengo en la bolsa, piensas. Te sientes seguro de haberla impresionado, el resto será mera rutina: explicar la promoción que ‘ganó’, ahondar en los beneficios de la lectura rápida, exponer brevemente cómo funciona el método, hacer algunos ejercicios para demostrar la escasa concentración de la mayoría de las personas, las personas promedio, las que no han tomado este curso. Y finalmente, rematar con una plática sobre la importancia de la educación, la lectura, preparase para el futuro, superarse para salir adelante. 
Mariana te mira atentamente todo el tiempo. Su madre, quien escucha todo desde la cocina, lanza miradas suspicaces. Luce impaciente,  le preocupa algo en específico, lo mismo que a todos en estas alturas de la exposición. “¿Cuánto cuesta?”. Tú, como marca la rutina, alargas el tiempo antes de responder, les regresas la pregunta: ¿Cuánto vale su futuro? ¿Cuánto su educación?. Postergas lo más posible el tema económico. Acorralas a Mariana, sus ojos antes tristes ahora parecen llenos de esperanza, fantasea con estudiar una carrera, quizá ser abogada, trabajar en un despacho, ser capaz de leer la Constitución completa en menos de una hora, no cualquiera, le repites, no cualquiera.
La madre niega rotundamente con la cabeza tras escuchar el precio, no le interesa si es un inversión inicial o pagos cómodos o facilidades de pago. “Es mucho dinero”, sentencia, “No podemos”, enfatiza, “No hay forma”, murmura para si misma un poco apenada al ver el rostro de su hija transformarse, los ojos nuevamente tristes, el semblante derrotado.
Insistes en las maravillas del curso de lectura rápida, es tu trabajo, tienes que hacerlo. Mariana vuelve a verte llena de esperanza, se pasa a tu bando al instante. Le dice a su madre que quiere aprovechar la promoción, podría ser la oportunidad de su vida. En el extremo de la emoción propone buscar un trabajo de medio tiempo. Recuerda a una amiga del CCH que trabajó un tiempo en Six Flags, le pagaban 1,200 al mes por cinco o seis horas, seis días a la semana. No es nada complicado, comenta, solo se  trata de vender souvenirs. Esta chica es un buen ratón, piensas, sabe adaptarse, busca soluciones, quiere un buen queso. Recuerdas la portada amarilla del libro, las letras verdes. Tratas de evadir la necesidad de nicotina. 
La madre de Mariana niega con la cabeza, le explica que si entra a trabajar no tendrá tiempo para hacer tareas, estudiar, terminar bien la preparatoria. Ella dice que sí, puede leer en los camiones, levantarse más temprano, dormir más tarde. Además, enfatiza, conforme avance en el curso de lectura rápida todo será más fácil. Hace cuentas en su cabeza sobre cuántos  meses tendría que trabajar en Six Flags, sin gastar un solo centavo de ese sueldo, para poder pagar el curso. Son más de dos años, pero vale la pena, dice ilusionada. “¿Verdad que sí?”, te pregunta. Los últimos minutos has estado al margen, no pudiste evitar pensar en el abuso que significa trabajar más de cuatro horas diarias, con un solo día de descanso, por tan poco dinero. Tienes la boca seca, pides un vaso de agua, lo bebes de un trago pero sigues con los labios partidos, con la garganta apisonada de dudas.
Te levantas tambaleante, vas al baño, te hechas agua en la cara. Mientras estás ahí escuchas la conversación de Mariana y su madre, la chica es persistente, casi logra convencer a la madre de dejarse explotar por un parque de diversiones para poder pagar el curso que los sacara de pobres. Miras tu reloj, llevas dos horas ahí, quieres salir, rápido, con o sin contrato, ir a cualquier otro lugar.
Cuando sales del sanitario  ambas mujeres te miran atentamente, esperan que digas algo. En la mesa está el contrato, Mariana ya empezó a llenarlo, esta entusiasmada, la madre parece apunto de llorar. Miras a la chica, llena de esperanza, recuerdas los libros de la oficina de Luis, algo sobre la superación, la adaptación y esas mamarachadas. Te arrepientes un poco de este último calificativo, pero ya es tarde. Le quitas el contrato de las manos a Mariana antes de que termine de llenarlo, lo rompes sin decir nada y sales de ahí. En el camino tiras los papeles del portafolio: los folletos, el material del curso, los contratos foliados, las cartas de recomendación de exitosos empresarios que ya terminaron el curso. Desde arriba de un puente arrojas la corbata barata, el saco limpio, la camisa almidonada. Finalmente sacas del portafolio lo último que quedaba, un libro, el mismo que viste en la oficina de Luis, el mismo literalmente. Solo lo tomaré prestado, pensaste cuando lo agarraste la semana pasada. Ahora lo ves con asco, lo arrojas desde el puente con rabia. Prendes un cigarro, inhalas el humo, te desvaneces mientras exhalas. 
     

 


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