Carta a Andrés Caicedo, a cuatro décadas de su suicidio

Written by Edgar Rodriguez on Friday, March 03, 2017 at 5:48 PM


Ciudad de México, 4 de Marzo, 2017
Andresito:

¿Por qué te mataste cabrón? Me hubiera gustado leerte más, pinche Andrés. Aunque quizá hubieras sufrido el destino de otros escritores de la ‘onda’; hubieras terminado como un viejito respetable con un chingo de obra publicada, galimatías y mafufadas, con pretensiones de chavoruco. Pero al menos otra década nos hubieras regalado, algunos cuentos, otra novela y ya. ¿Qué te costaba, cabrón? Pinche envidioso.

Perdóname si te habló así, tan al chile; espero me entiendas, como yo intenté descifrar tu desmadre lingüístico caleño, esa bomba de palabras,  ese terrorismo literario, esa anarquía del lenguaje, tan de la ‘onda’, tan Parmenides y su Pasto verde, tan aquí mis chicharrones truenan, el que entendió entendió y el que no, me vale verga. Espero me entiendas, Andrés, como hizo el esfuerzo por hacerlo Bernard Coehn cuando te tradujo al francés, pobre wey. Se obsesionó con el ritmo en ¡Que viva la música!, comparó la labor de traducir tu novela con la traducción de poesía e incluso rememoró a Flaubert, quien según cuentan las leyendas solía leer en voz alta fragmentos de sus obras para perfeccionar el ritmo. 

 ¿Por qué te mataste cabrón? Tú mismo lo dijiste: “Nací con la muerte dentro y lo único que hago es sacármela para dejar de pensar y quedar tranquilo […] muero porque ya para cumplir 24 años soy un anacronismo y un sinsentido, y desde que cumplí 21 vengo sin entender el mundo”. Me avergüenza confesarlo, esto lo leí en una carta que escribiste a tu madre en 1975, en un intento de suicidio fracasado. Una carta que nadie más debería haber leído. 

El culero de Alberto Fuget, escritor chileno antimacondo (oyeesamamada) la publicó en un libro con otra docena de cartas tuyas. Pinche cultura del morbo. El libro se llama “Mi cuerpo es una celda”, el muy mamón incluso incluyó como epígrafe la letra una la canción de Arcade Fire: My body is a cage that keeps me From dancing with the one I love But my mind holds the key”. 


Leí casi todo el libro, soy una pinche contradicción, lo sé, pero escribías bien chido, Andrés, qué querías que hiciera. Incluso tú reconocías el valor literario de tus cartas, algunas superiores a algunos cuentos tuyos, la neta. En la última carta le escribiste a Patricia Restrepo, tu amor único, tu vida entera, tu redención, tú agonía. A veces eras bien cursi, cabrón. Ella te dejó apenas después de que publicaste ¡Que viva la música! Ya no te aguantaba. ¿Quién sí?               

¿Por qué te mataste cabrón?  Si supieras cuánto se ha escrito de ti. Creo que hay más obra crítica sobre tu obra que el volumen total de tu obra misma. Y me da coraje, Andrés, me emputa que gran parte de los estudios explotan el morbo que despierta tu suicidio y tu estilo de vida. Alimentan el mito de tu figura, pero profundizan poco en tu obra, escriben mucha mierda, que si eras puto, pedófilo, drogadicto, hijo de puta, incestuoso. Te califican con una facilidad que asusta y encabrona.

Por eso ya no hablaré de ti, hablaré de aquello que es más tú de lo que fuiste tú mismo. Eso que te superó. Esas poco más de cien pinches páginas que son tu esencia: ¡Que víva la música! Que viva, carajo, ese arrebato capaz de destruir el lenguaje y crear uno nuevo, un lenguaje propio “que por el día no tenga pasado y por la noche sea milenario” (como dijo José Lezama Lima). 


Tu esencia fue femenina, Andrés, eras María del Carmen Huerta, la rubísima Mona, la Siempreviva. No digo que fueras puto, no te ofendas carnal, no intento reducir tu complejidad sexual; además el escritor Jaime Manrique (que si es maricón) ya aclaró que no lo eras, lo bateaste al pobre. Sin embargo,  imagino que si hubieras nacido en otros tiempos hubieras  sido un feliz travesti, un travesti rubio, rompe madres, reina de la noche, parada en la barra del bar la Purísima en el centro de la Ciudad de México. Fuiste escritor, dices en una de tus cartas, porque la primera vez que quisiste bailar con una morra, ella te dejo plantado, que poca madre, no pudo seguirte el paso. En el fondo hubieras querido ser la Siempreviva.

Por eso tomaste la voz de mujer en primera persona, te transformaste y usaste esa voluntad camaleónica para escribir algo autentico, anormal en esos tiempos, tiempos del realismo mágico y  la tropicalización literaria. Tiempos de “La nueva novela latinoamericana”, puto Carlos Fuentes y su comercialización de los paraísos bananeros. 

En contraste estaba la onda, esos que se sentían bien chingones escribiendo en inglés y según rompiendo las reglas, a lo Burroughs, a lo Ginsberg, a lo Kerouac. Pero la neta eran hijos de papi, como tu cabrón, admítelo, educados en escuelas privadas con su english desde childrens y su cárcel de clase media-alta, con el miedo a la calle verdadera (no las calles aspiraciones de On the road); con sus incursiones psicodélicas, sus pretensiones de Roling stones, With no satisfaction even you try, and try, and try. 

Pero tu otro yo, la Mona, esa rubia descocada, no sabe inglés y se avergüenza de su pendejes y busca quien le traduzca las letras y se enamora de un guitarrista que había vivido en el gabacho, que se siente el muy vergas, con su mata mamona y sus aires de rockstar. Si te hubieras quedado con esa ideas, pinche Andrés, la tuya sería una novelita más de la onda, pero diste el saltó, cabrón, fuiste más allá.

Cruzaste el río de Cali, ese río metafísico que nunca cruzo realmente el mamón de Cortazar, para saltar al otro lado, donde estaba la salsa, bendita salsa, ajena a la razón, puro movimiento, ritmo, rumba, pachanga, mira que rico y bajo. Incluso regresaste para lanzar una consigna hermosa por lo chabacana: “¡abajo la penetración cultural yanky!”. Es a  partir de entonces, justo a la mitad de la novela, que comienza realmente lo bueno, lo chingón, lo revolucionario. 

Hiciste bien en mandar a la chingada a los Rollings, cualquier pendejo puede decir maravillas de esos fulanos mientras narra una peda con mota incluida. ¡Uy que malotes!  Pero cuántos nos han hablado como lo hiciste tú de Richi Ray y Bobby Cruz, de Mon Rivera y su lluvia con nieve. Cuántos han introducido de tal forma lo auténticamente latino sin caer en esa retórica bananera del realismo mágico. Cuántos lograron mezclar esa esencia de la salsa con el terror, el miedo heredado de tus influencias de Poe y Lovercraft. ¿Te imaginas a Lovercraft bailando salsa? Que debraye. “Terror… tal palabra significa para mí un lugar común” puede leerse esta frase en la portada de una edición de “Angelitos empantanados”, esos cuentitos que escribiste sobre adolecentes mierdas, clasistas, cursilones pero con un final que deja helado. Como la escena del Bárbaro acuchillando al gringo mientras Mona y Maria Bayo cojen al aire libre. Es una escena memorable, goyesca, sin morbo, es el culmen de un aullido, tu propio aullido, en español caleño.      

¿Por qué te mataste cabrón? Quizá tenías todo planeado, querías volverte un mito. Como lo hicieron Kurt Cobain, Janis Joplin y John Kennedy Toole, el gran Toole autor de la Conjura de los necios. 
Las últimas páginas de ¡Qué viva la música! son tu manifiesto y epitafio. “Que nadie sepa tu nombre y que nadie amparo te dé. Que no accedas a los tejemanejes de la celebridad. Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos. Nunca permitas que te vuelvan persona mayor, hombre respetable. Nunca dejes de ser niño, aunque tengas los ojos en la nuca y se te empiecen a caer los dientes”. 

Andrés, Andresito, niño eterno, rubia trasvesti, mala conciencia, terror de dios. Qué voz hubiera sido la voz de tus hubieras. Hasta dónde pudieras haber alcanzado a llegar así, escupiendo al cielo, con tus desórdenes sexuales, tus pocos amigos, tu amor hecho mierda. Yo no puedo resucitarte, carajo, qué más quisiera, para escucharte hablar sobre cine y leer otros cuentos escabrosos de tu mano malnacidos. Solo puedo escribirte estas líneas hoy, a cuatro décadas de tu suicidio, para darte las gracias, por la experiencia  de ¡Qué viva la música!. Por el desasosiego, por la explosión lingüística, el ritmo, por descubrirme el mundo de la salsa de Richy Ray y Bobby Cruz, con su orquesta, su piano su Changó, kaniosile, cabo e, Babalú: “Yo soy Babalú, camino al Arará y con mi trabajo la tierra temblá”. La poesía afrocubana hecha música, luego que hecha otra vez literatura. ¡Que chingoneria! Gracias Andrés.

¿Por qué te mataste cabrón? Pinche Andrés, qué te costaba esperarte más, solo un poquito, un poquito más a lo José José, carajo. Pero no, con solo un cuarto de siglos te suicidaste, nos dejaste sin ti, que poca consideración, te pasaste de verga. 





Cuento 12 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Friday, February 13, 2015 at 8:12 AM

 “Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury

YO ME ROBE TU PUTO QUESO

Te miras en el espejo y sonríes. La corbata nueva luce estupenda, no parece comprada en los puestos  del metro Toreo. Claro, ayudan la camisa negra, recién planchada, así como el traje tipo Oxford; es el único que tienes, pero ahora, recién sacado de la tintorería, hasta parece nuevo. Te sientes bien, con el rostro  rasurado, el cabello corto, el aliento fresco. “Hoy será un gran día”, murmuras frente al reflejo; luego  te arrepientes, una frase trillada, piensas, pero la repites varias veces, como un mantra, convencido a medias de la utilidad de las afirmaciones positivas.
Apenas sales de casa recibes una llamada de Luis, tu jefe. Saluda amablemente, rebosante de entusiasmo, pregunta por tu salud, por tu familia, por tu estado de animo. Es un buen hombre, piensas. Te informa de una cita estupenda para ti, debes ir a Iztapalapa donde la señorita (pronuncia esto como si guiñara un ojo) Mariana espera ansiosamente para hacer válida su promoción. Te augura éxito, te infunde ánimos y te felicita por el contrato cerrado la semana pasada, tu primera venta. “Ahora ya eres formalmente parte de esta gran familia”, sentencia y se despide llamándote hermano.
Dudas un segundo apenas, piensas que quizá hubiera sido mejor una cita en Polanco, en Santa Fe o cualquier otro lado con más nivel económico. Pero recuerdas la venta de la semana pasada, en una fabrica perdida en la Valle Gomez, donde lograste tu primer contrato. Convenciste a un par de mujeres trabajadoras de pagar el curso de lectura rápida entre las dos, compartir el material, intercalarse para ir a las clases y salir adelante juntas, superarse, ser mejores personas en comunidad. Después de firmar estaban contentas, a pesar de haber contraído una deuda por casi treinta mil pesos cuando apenas ganan el salario mínimo.  “Pero es una gran inversión”, les recordaste al despedirte, “es una apuesta segura para un mejor futuro”, sentenciaste feliz, plenamente convencido de haberles hecho un favor.
Mientras viajas en el transporte público te lamentas por las distancias, la cantidad de gente, el mal olor. Pero desechas estos pensamientos perjudiciales, piensas en Luis, en sus consejos;, tienes la esperanza  de ser como él algún día y tener un coche como el suyo. También, imaginas, podrías tener muchos trajes, corbatas de marcas reconocidas, mancuernillas  doradas, una oficina propia amueblada con sillones de cuero, libreros de caoba llenos de títulos interesantes, libros sobre negocios, superación, física cuántica.
Mientras caminas por las calles buscando la dirección, recuerdas porqué algunos llaman a esos rumbos “Iztapalacra”. Se te antoja un cigarro, pero te abstienes; el olor del tabaco no es agradable, recuerdas, debes cuidar la presentación, evitar los vicios de preferencias o en última instancia ocultarlos lo más posible. Antes fumabas mucho, cuando trabajas como reportero, ibas por las calles, cazabas notas, necesitabas café y nicotina constante para mantenerte alerta, recuerdas. Pero ahora es diferente, la vida cambia y uno, como buen ratón, debe  adaptarse a los nuevos quesos, buscar nuevas salidas de los laberintos. 
Cuando llegas a la dirección te sorprende el panorama, pero no pierdes los ánimos. Es una casucha sin terminar, una obra negra completada  en parte con pedazos de lámina, cartón y otros materiales reciclados. Las cortinas están hechas con retazos de viejos anuncios de partidos políticos. Pero esto no te desmoraliza, es un gran día, recuerdas, tomas aire antes de tocar el timbre, suena una melodía de la cucaracha, suspiras.

Abre una señora regordeta. Cuando le preguntas por la señorita Mariana lanza un  grito: “¡Hija! ¡Te buscan!”, luego sonríe amablemente y te invita a pasar. Mientras te sientas en un sillón viejo vez salir de una puerta contigua a una  muchacha de unos 17 años. Está enredada en una toalla, el cabello aún le escurre; gotas de agua perlan su rostro, la hacen lucir más atractiva de lo que es en realidad. Es de estatura baja, tez morena, ojos tristes, dientes perfectos, tímida. Ríe nerviosa, sin saber qué hacer, qué decir, te mira fijamente, admirada, corre a otro cuarto y murmura un leve “ya vuelvo”.
La tengo en la bolsa, piensas. Te sientes seguro de haberla impresionado, el resto será mera rutina: explicar la promoción que ‘ganó’, ahondar en los beneficios de la lectura rápida, exponer brevemente cómo funciona el método, hacer algunos ejercicios para demostrar la escasa concentración de la mayoría de las personas, las personas promedio, las que no han tomado este curso. Y finalmente, rematar con una plática sobre la importancia de la educación, la lectura, preparase para el futuro, superarse para salir adelante. 
Mariana te mira atentamente todo el tiempo. Su madre, quien escucha todo desde la cocina, lanza miradas suspicaces. Luce impaciente,  le preocupa algo en específico, lo mismo que a todos en estas alturas de la exposición. “¿Cuánto cuesta?”. Tú, como marca la rutina, alargas el tiempo antes de responder, les regresas la pregunta: ¿Cuánto vale su futuro? ¿Cuánto su educación?. Postergas lo más posible el tema económico. Acorralas a Mariana, sus ojos antes tristes ahora parecen llenos de esperanza, fantasea con estudiar una carrera, quizá ser abogada, trabajar en un despacho, ser capaz de leer la Constitución completa en menos de una hora, no cualquiera, le repites, no cualquiera.
La madre niega rotundamente con la cabeza tras escuchar el precio, no le interesa si es un inversión inicial o pagos cómodos o facilidades de pago. “Es mucho dinero”, sentencia, “No podemos”, enfatiza, “No hay forma”, murmura para si misma un poco apenada al ver el rostro de su hija transformarse, los ojos nuevamente tristes, el semblante derrotado.
Insistes en las maravillas del curso de lectura rápida, es tu trabajo, tienes que hacerlo. Mariana vuelve a verte llena de esperanza, se pasa a tu bando al instante. Le dice a su madre que quiere aprovechar la promoción, podría ser la oportunidad de su vida. En el extremo de la emoción propone buscar un trabajo de medio tiempo. Recuerda a una amiga del CCH que trabajó un tiempo en Six Flags, le pagaban 1,200 al mes por cinco o seis horas, seis días a la semana. No es nada complicado, comenta, solo se  trata de vender souvenirs. Esta chica es un buen ratón, piensas, sabe adaptarse, busca soluciones, quiere un buen queso. Recuerdas la portada amarilla del libro, las letras verdes. Tratas de evadir la necesidad de nicotina. 
La madre de Mariana niega con la cabeza, le explica que si entra a trabajar no tendrá tiempo para hacer tareas, estudiar, terminar bien la preparatoria. Ella dice que sí, puede leer en los camiones, levantarse más temprano, dormir más tarde. Además, enfatiza, conforme avance en el curso de lectura rápida todo será más fácil. Hace cuentas en su cabeza sobre cuántos  meses tendría que trabajar en Six Flags, sin gastar un solo centavo de ese sueldo, para poder pagar el curso. Son más de dos años, pero vale la pena, dice ilusionada. “¿Verdad que sí?”, te pregunta. Los últimos minutos has estado al margen, no pudiste evitar pensar en el abuso que significa trabajar más de cuatro horas diarias, con un solo día de descanso, por tan poco dinero. Tienes la boca seca, pides un vaso de agua, lo bebes de un trago pero sigues con los labios partidos, con la garganta apisonada de dudas.
Te levantas tambaleante, vas al baño, te hechas agua en la cara. Mientras estás ahí escuchas la conversación de Mariana y su madre, la chica es persistente, casi logra convencer a la madre de dejarse explotar por un parque de diversiones para poder pagar el curso que los sacara de pobres. Miras tu reloj, llevas dos horas ahí, quieres salir, rápido, con o sin contrato, ir a cualquier otro lugar.
Cuando sales del sanitario  ambas mujeres te miran atentamente, esperan que digas algo. En la mesa está el contrato, Mariana ya empezó a llenarlo, esta entusiasmada, la madre parece apunto de llorar. Miras a la chica, llena de esperanza, recuerdas los libros de la oficina de Luis, algo sobre la superación, la adaptación y esas mamarachadas. Te arrepientes un poco de este último calificativo, pero ya es tarde. Le quitas el contrato de las manos a Mariana antes de que termine de llenarlo, lo rompes sin decir nada y sales de ahí. En el camino tiras los papeles del portafolio: los folletos, el material del curso, los contratos foliados, las cartas de recomendación de exitosos empresarios que ya terminaron el curso. Desde arriba de un puente arrojas la corbata barata, el saco limpio, la camisa almidonada. Finalmente sacas del portafolio lo último que quedaba, un libro, el mismo que viste en la oficina de Luis, el mismo literalmente. Solo lo tomaré prestado, pensaste cuando lo agarraste la semana pasada. Ahora lo ves con asco, lo arrojas desde el puente con rabia. Prendes un cigarro, inhalas el humo, te desvaneces mientras exhalas. 
     

 


Cuento 11 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Tuesday, December 23, 2014 at 8:39 PM

 “Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 

 Bradbury


BRINCOLINES DE LA MUERTE


José tomó un sorbo de ponche con 'piquete' y se llevó la mano derecha a la bolsa del pantalón; además del alcohol, el frío le inducía a fumar, pero no podía, no en ese lugar, aún no. Miró de reojo a María, su esposa, quien adivinó su intención, por eso movía la cabeza de un lado a otro, negativamente. Estaban sentados cerca de los juegos infantiles, eran alrededor de las siete de la noche, la posada estaba en su esplendor; los puestos de comida lucían filas largas,los villancicos se repetían tortuosamente, todos parecían felices. Casi todos, menos algunos niños.

Desde que llegaron al lugar, una secundaria privada donde José daba clases de literatura,  ambos habían visto los dos brincolines: eran viejos, estaban parchados, mal inflados, colocados en lugares inseguros. Los niños, con su usual ingenio, no tardaron en llamarlos "los brincolines de la muerte". No pocos de los pequeños se mostraban temerosos a la hora de subirse a los 'juegos'. El espectáculo de los infantes, con sus ojos de terror, sus pasos inseguros y sus gritos al caer, estremecían a José, quien era incapáz de reprimir el impulso de correr a recogerlos cada vez que alguno se caía. Pero María no lo dejaba.

Cuando iban a la mitad del ponche vieron a una niña rubia, rubicunda, con rizos, ojo claro; salió berreando de uno de los brincolines y se dirigió a ellos. La menor tendría unos siete años, tenía el rostro rojo, bañado en lágrimas. Detrás de ella iba otra niña más pequeña, delagada, tez morena, cabello largo, mirada maliciosa.

—¿Qué sucede pequeña? —preguntó José a la niña rolliza en tono gentil.

—Es que..... es que..... en el brincolín de allá están robando niños —dijo entre berridos mientras señalaba el brincolín del cual había salido.

José y María intercambiaron miradas, sonrieron de soslayo, bebieron otro sorbo de ponche.

—Eso no es cierto pequeña, ¿por qué dices eso? —le susurró María   suavemente mientras le frotaba el hombro, tratando de calmarla.

—¡Sí es cierto! ¡Allá están robando niños, allá están robando niños! —la niña más pequeña gritó con estruendo y luego sonrió al comprobar como sus gritos surtían efecto, la otra menor volvía a llorar copiosamente, temblaba.

José se llevó el dedo índice a los labios para ordenar silencio a la más pequeña. Con su mano izquierda sobaba el otro brazo de la llorona. La pareja hacía simultáneamente ruidos tranquilizadores, tarareaban tonadas, buscaban relajar a la niña rubia. Apenas lograban calmarla un poco, la otra atacaba nuevamente, inmisericorde.

—Además, a los niños que se roban les cortan la cabeza y los brazos y les sacan los órganos...

José la interrumpió de golpe, le puso la palma de la mano en la boca y le indicó que se fuera.

—No hagas caso dulce —le dijo María a la niña rubia— ¿Dónde están tus papás?

—Mi mamá fue por algo de comer, por allá —la niña señaló una de las filas largas donde la gente esperaba por su turno para recibir un par de tacos al pastor— pero ya tardó mucho —y comenzó a llorar de nuevo.

José la abrazó suavemente, le acercó el vaso de ponche para que le diera un sorbito y la cobijó con una manta azul rey que María sacó de su bolsa de mano. Mientras tanto ella susurraba un canción al oído de la niña. La rubia cabeceó, dio pequeños sorbos de ponche y su llanto se fue apagando hasta convertirse en un siseo apenas perceptible; finalmente, cayó dormida.

La pareja esperó unos minutos, terminó su ponche y salió de la escuela con la niña dormida sobre el hombro de José. Este prendió un cigarro justo cuando cruzaban la puerta y abordaban un taxi sin placas que los esperaba frente al colegio.

















































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