Cuento 03 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Thursday, July 24, 2014 at 5:01 PM

“Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury

La tamalera


Dos veces por semana Federico iba  por tamales a las afueras de metro Mixcoac. Él y Mariana, su esposa, tenían por costumbre desayunar esto un día sí y un día no; tampoco había porque abusar, por eso descansaban de tamales los fines de semana. A él le tocaba ir lunes y viernes, a ella los Miércoles. Federico era todo un caballero, sin duda se hubiera sacrificado a ir personalmente lo tres días, pero estamos en el siglo XXI, un poco de igualdad, sólo un poquito, no hacía mal a nadie. Así, con este trato equitativo, se rolaban para levantarse a las siete de la mañana, bajar los cuatro pisos del edificio y caminar tres cuadras hasta donde estaba su puesto de tamales preferidos.
Eran, en términos generales, una pareja feliz. Treintañeros con cuatro años de casado, sin hijos, un gato de mascota, ambos con trabajos estables y bien redituados, casa propia, coche, fines de semana en ‘cuerna’ y eventuales escapadas a la playa al menos cada tres meses. Poco les faltaba pues. Hubieran podido seguir así al menos otros cinco o seis años, cuando comenzara ella a preguntarse si en verdad no quería tener hijos, porque siempre había dicho eso, pero no era lo mismo decirlo a los 28 que a los 38. Quizá incluso, ¿por qué no?, podrían haber tenido uno o dos hijos y ser una familia feliz, cómoda, promedio.
Pero nadie contaba con la tamalera. Al principio Federico apenas si se dio cuenta de su existencia, él sólo se limitaba  a repetir la orden: “uno verde y uno de mole, por favor”, pagar por los tamales, para finalmente despedirse con un sencillo “gracias, hasta luego”. No había nada más, era una operación simple y la tamalera era sólo parte de esta secuencia, no era alguien, no existía para él. Sin embargo un día, después de recibir su cambio, pasó por ahí un hombre del camión de la basura y saludo coquetamente a la tamalera: “hola guapa”. Fue simple, sutil, pero bastó para que Federico volteara a verla bien por primera vez.
No era una beldad ni mucho menos, pero algo tenía, un rostro moreno, unos ojos grandes y tristes, una sonrisa sencilla espontánea, un pecho bruñido y nada más. Nada para volverse loco, su esposa estaba, digamos las cosas como son: mucho más buena. Sin embargo, desde ese día Federico no pudo sacarse de la cabeza a la tamalera. Hablar de amor a primera vista sería rayar en lo cursi, en lo ridículo; en realidad se volvió una obsesión inexplicable incluso para él.
Desde entonces se propuso, caballerosamente, para ir por los tamales siempre. Mariana no puso objeción, cómo iba a sospechar, ni remotamente se hubiera imaginado. Porque además, no había mucho que ocultar, en realidad Federico nunca se animó a abordar de lleno a la tamalera, jamás supo ni siquiera su nombre. Se limitó a hacer de la compra un ritual cada vez más largo, a veces preguntaba el precio de los tamales o de cuales había, como si no fuera algo que supiera de memoria; otras a pesar de llegar primero se distraía fingiendo leer los titulares en el puesto de periódicos para después formarse en la cola; procuraba pagar con un billete de 100 o 200 para prolongar el momento de recibir el cambio; cuando tomaba las monedas y la bolsa con los tamales buscaba rozar levemente la mano de ella y luego sonreírle antes de irse y decirle “cuídate” cuando se despedía.      
Ese roce, esa sonrisa correspondida, le bastaban para alimentar sus fantasías el resto del día. A veces, especialmente cuando se peleaba con Mariana, fantaseaba con fugarse con la tamalera, imaginaba que una mañana, después de comprar los tamales, le ofrecería directamente que se fuera con él a vivir lejos de ahí, a cualquier otro lado, a comenzar una nueva vida. Él tenía dinero suficiente para eso y más, ella no podría negarse. Pero a la vez dudada, que tal si ella no quería, si ella prefería su vida simple de tamalera, que tal si para ella, desde su perspectiva, era mejor partido el tipo del camión de la basura. A veces estos pensamientos lo angustiaban.
Por un año mantuvo su rutina y su amorío ficticio con la tamalera. Por un año alimento fantasías de fugas, anhelos una vida sencilla al lado de esa mujer en lugar de su vida bien, acomodada, sin problemas, con un esposa envidiable. Hasta una noche en la cual peleó con Mariana, no importan los motivos, siempre son intrascendentes, pero la pelea creció en intensidad, hasta que él la amenazó con dejarla para irse con otra. Ella conocía de sobra la escasa capacidad social de su marido, sus pocas amistades, su mundo reducido del trabajo, la casa, un par de amigo. sus hermanos y sus padres. Por eso en ese instante, en el calor de la discusión, sin pensarlo siquiera, lanzó un comentario mordaz, entre risas: “Claro, ¿y con quién te vas a ir? ¿Con la tamalera?”
Fue dardo mortal, un golpe directo al orgullo, a las añoranzas más recónditas de Federico, quien se sintió trastornado, humillado. Como una bestia herida, perdió el control. Tomó una botella de vino, aún llena, que estaba sobre la mesa y la usó para golpear la cabeza de Mariana una y otra vez, sin pausa, sin cansancio, sin conciencia, hasta que la botella se rompió, hasta que la cabeza también, hasta que se mezclaron el vino y la sangre, hasta que el rostro de ella fue irreconocible, hasta que ella ya no fue nada.
Cuando terminó, miró la hora en su reloj de mano, llevaban toda la madrugada discutiendo, faltaba una hora para las 7, era lunes. Se sentó a esperar, era su turno para ir por los tamales. Recordó una vieja nota roja de una mujer que mató a su marido y para deshacerse del cadáver lo puso en los tamales. Se lavó las manos, la cara y fue por sus tamales. Cuando llego a la esquina, donde siempre, la tamalera ya no estaba ahí. 
 

Cuento 02 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Thursday, July 17, 2014 at 2:33 PM

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 Bradbury

Un cielo de pájaros
  

María nunca se casó, ni tuvo hijos, ni una casa propia, un coche, una carrera profesional, un tórrido romance, ni nada. Vivía  en un pequeño cuarto construido junto a la casa de su hermana, Lupe. Tenía trabajos eventuales de costura con los cuales apenas sobrevivía. Casi nunca salía y cuando lo hacía procuraba que estas salidas fueran lo más breves posibles. En su pequeño cuarto de cinco metros cuadrados era feliz. Tenía una gran pasión: los canarios.  
Estaba enamorada de estos sutiles pájaros amarillos. Tenía una jaula grande en la cual vivían veinte. Cada canario tenía un nombre, ella los bautizaba con los nombres de sus amantes o pretendientes que había tenido a lo largo de su vida. En realidad no eran tantos, pero para ella hombres como el dependiente de la tienda, que le sonreía y la saludaba amablemente cuando la veía, eran considerados amores fugaces. Cada mañana ella los nombraba uno por uno, los tomaba dulcemente entre sus manos, los sostenía cerca de sus labios y les susurraba palabras dulces.
Conocía perfectamente a cada uno, los distinguía con facilidad, sabía cuál era su lugar preferido de la jaula o del cuarto, donde cada domingo cerraba bien la puerta y las ventanas para abrir la jaula y dejar libres a sus canarios por su dormitorio, eran días de fiesta, días en los cuales ella se encerraba ahí, sola con sus canarios y era la más feliz, la más dichosa. Sabía, también, cuál era la hora favorita para cantar y cuál era el alpiste favorito de cada uno.
Cada seis meses, no sin un profundo arrepentimiento y punzadas en el corazón, María se veía obligada a vender o regalar algunos de sus canarios. No podía tener más de veinte en esa jaula y ese cuarto. Para tomar esta difícil decisión ocupaba tres semanas. En este tiempo hacía audiciones a los canarios, escuchaba a uno por uno, atentamente, evaluaba la calidad de su canto. Entonces los numeraba del uno al veinte desde el mejor cantor al peor. Cuando llegaba la fecha, contrario a lo esperado, ella se deshacía de los mejores cantores. Decía que sólo así podía estar segura de que sus canarios serían apreciados y bien cuidados por sus nuevos dueños; suerte que quizá no correrían los otros, quienes por destino, capricho de la naturaleza u olvido de Dios, no habían sido tan consagrados con su canto.
Por las tardes, mientras hacía sus trabajos de costuras, ponía en una vieja grabadora sus cosetees de José José, el ‘Puma’, Roberto Carlos, entre otros. Cantaba bajito María, casi en un silbido; sonreía de soslayo cuando tras tararear una estrofa recordaba algún amor, entonces se levantaba, buscaba al canario con ese nombre, lo sacaba de la jaula y cantaba con él la canción que la había inspirado.
Cuando un canario moría la tristeza caía sobre María como una piedra en su cabeza. Caía enferma unos días, dejaba de hablar, comía poco. Una vez terminado el duelo, tomaba el cuerpecito del pájaro y lo enterraba cuidadosamente en el jardín de la casa de Lupe; justo ahí, sobre las tumbas de sus canarios, florecían unos hermosos geranios. María juraba que por las noches, si uno guardaba silencio y ponía mucha atención, esas flores cantaban.
Así vivió María mucho tiempo. Nunca causó molestias a nadie y fue feliz con sus canarios. Por tres cuartos de siglo cuidó, amó, enterró y cantó con al menos seis generaciones de sus pequeños hijos amarillos, como ella solía llamarlos. María murió un domingo, día de fiesta. Se encerró en su cuarto, liberó a los canarios y se acostó en su cama a dormir, a morir. Al día siguiente, cuando fueron a buscarla tuvieron que forzar la puerta tras tocar insistentemente por horas, cuando la abrieron cientos de canarios salieron volando de la habitación; el cielo se tornó por unos instantes de un amarillo espeso y un canto estridente aturdió a todo el vecindario.
Cuando terminaron de salir todos los canarios, sobre la cama de María encontraron el cuerpo frágil de un canario viejo, fatigado, muerto tras 95 años de existencia.            

Cuento 01 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Thursday, July 10, 2014 at 6:00 PM


                         “Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.”  Bradbury

Un tubo para romper el mundo

El sonido de un disparo me despertó un jueves a las dos de la mañana. Mi esposa, acostada a mi lado, murmuró algo entre sueños. Yo me levanté, abrí la ventana y salí el balcón. Esperaba la muerte, cual gato. Pero no era mi noche de suerte. Miré a la calle, no había muertos, ni gente corriendo, ni gritos histéricos, nunca existió un disparo. La escena era menos predecible: una rubia pechugona sostenía entre ambas manos un tubo de unos tres metros de largo, corría para tomar vuelo, brincaba y descargaba golpes sobre un Altima negro estacionado en enfrente del edificio donde vivo.
La mujer debía tener unos cuarenta, daba la impresión de haber sido muy guapa a sus veinte. Ahora su rostro y su piel parecían deformados por el tiempo, la furia, la mala vida. Vestía una blusa blanca escotada que dejaba apreciar, desde mi privilegiada altura, sus pechos aún atrayentes, pero ya en franca decadencia. Una suave llovizna le daba al cuadro el último toque dramático. 
La vi repetir cinco veces la misma acción: tomar vuelo, levantar el tubo en lo alto, dejarlo caer sobre la carrocería, sobre el parabrisas, al mismo tiempo que gritaba una maldición contra el dueño del coche. El sonido, la furia, el vuelo de breves partículas de cristal, de metal, la lluvia escurriendo por su cuerpo, desde su cuello, por los brazos, al tubo, sobre el coche; la resonancia de cada grosería, las luces de otros departamentos prendiéndose, una tras otra, las caras de los mirones. Era hermoso.
Mientras estaba recargado en el balcón, viéndolo todo, sentí envidia. Miré de reojo a mi esposa aún dormida, el techo de mi departamento, los muebles; pensé en mis hijos en el otro cuarto, muy seguros, casi podría decir que felices. Me comparé con ella, ignoraba por completo sus motivaciones, pero no podía dejar de admirar su determinación, su ardor, el furor de las embestidas. Imaginé que esa mujer podría ser buena en la cama, no pude evitar una erección.
Pero no se trataba sólo de eso, la imagen, ella, me tenía hechizado. Quería ser ella. Quise en ese instante odiar tanto a alguien como ella odiaba al dueño de ese vehículo, a ese hijo de puta malnacido. Deseé tener un tubo en mis manos, anhelé poder destruirlo todo, pegarle con un tubo a los vidrios del balcón, los muebles del cuarto, a los focos de los vecinos que prendían las luces; imaginé la dicha de pegarle a la vecina mocha y a su puto gato, pegarle a los borrachos de la tienda de la esquina, al mecánico, al del camión de la basura.
Volví a mirar de reojo en dirección a mi esposa, un escalofrió recorrió mi espalda. Imaginé el tubo en mis manos, la fuerza de un brinco, un golpe seco sobre el cuerpo de ella y otro y otro. Un golpe contra el librero, contra el espejo, contra las puertas de los cuartos, contra los focos, contra los juguetes de los niños, contra…
Sacudí la cabeza, temblaba de pies a cabeza, intenté alejar esa imagen de mi cabeza, volver a la mujer rubia, con su pelo alborotado bajo la lluvia, al coche destrozado. Recordé ‘Crash’, la novela de J. G. Ballard, llevada al cine por Croneneberg. No pude evitar recrear las imágenes de la mujer destrozada en un accidente automovilístico y un tipo que la mira, se excita, no puede dejar de mirarla. Como aquella fotografía de Enrique Metinedes, de la rubia de hermosa cabellera y mirada perdida, con su cuerpo inerte, atrapado entre dos postes, víctima de un accidente automovilístico.
Necesitaba un cigarro. Cuando entré al cuarto miré de reojo a mi esposa, dormida; puse una mano sobre su cabeza para asegurarme de que seguía ahí, de que estaba viva, de que no había sido víctima de algún golpe con un tubo. Tuve el impulso de ir al cuarto de mis hijos para hacer lo mismo, era demasiado. Pude prender el cigarro con el quinto cerrillo, aspiré hondo y volví a salir al balcón.
Una patrulla acababa de llegar. Uno de los oficiales se bajó e intentó calmar a la rubia, ella lo miró de reojo, alzó el tubo y volvió a arremeter contra el coche con más fuerza que antes. El policía dio un paso atrás cuando ella fintó con golpearlo a él, regresó dentro del coche con su compañero.  Amanecía. La mayoría de los mirones se habían aburrido ya, el drama parecía estancado y la gente comenzaba a prepararse para seguir con su rutina de un viernes cualquiera.
Mi esposa despertó, me vio en el balcón, fumando el quinto cigarrillo de la madrugada y preguntó qué me pasaba. Yo la miré fijamente, me aseguré de que no tuviera ningún moretón o algo, le dije que nada, no pasaba nada, sólo que ya era de día y había una loca afuera de nuestro edificio que estaba destrozando el coche de su amante con un tubo. Ella se asomó, murmuró algo, no recuerdo qué y salió para comenzar a preparar las cosas de los niños.
Usualmente salimos los dos juntos a la calle para dejar a los niños en la escuela, pero ese día le dije que estaba muy cansado, le pedí el gran favor de dejarme dormir un rato más. Extrañamente ella accedió sin hacer preguntas, mi cara debió haber sido terrible. En cuanto mi esposa  e hijos salieron, me levanté y me asomé por el balcón. A la luz del día la escena había perdido su esplendor, el coche estaba destrozado, la patrulla seguía ahí con la mujer dentro de la misma, dormida, recargada contra la ventana. Los policías discutían con unos vecinos sobre quién sería el dueño del Altima, el tubo no se veía por ningún lado.
Entonces, tuve un impulso, me vestí rápido, bajé las escaleras del edificio, abrí la puerta y me cercioré de que los policías seguían distraídos antes de acercarme a la patrulla. Miré por la ventanilla, de cerca la mujer no era tan bella, era la encarnación de la decadencia, su rostro pálido, ojeroso, con el maquillaje corrido por la lluvia,  el gesto descompuesto por la cruda. Con todo y eso, yo estaba excitado, terriblemente excitado, cuando abrí la puerta de la patrulla con cuidado y la ayudé a bajar. Ella no protestó, parecía confundida, me vio como quizá vean los moribundos a los ángeles cuando vienen a rescatarlos de las garras de la muerte. Yo la miré fijamente un instante, la tomé en brazos y la besé. Sus labios eran pastoso, secos, su aliento alcohólico, su cuerpo flácido. La besé profundamente, ella cerró los ojos, yo no. Después la volví a meter a la patrulla, cerré la puerta y fui a la tienda por una cerveza para quitarme el mal sabor de boca. Estaba feliz, sentía como si acabara de salvar al mundo.  

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