Cuento 11 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Tuesday, December 23, 2014 at 8:39 PM

 “Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 

 Bradbury


BRINCOLINES DE LA MUERTE


José tomó un sorbo de ponche con 'piquete' y se llevó la mano derecha a la bolsa del pantalón; además del alcohol, el frío le inducía a fumar, pero no podía, no en ese lugar, aún no. Miró de reojo a María, su esposa, quien adivinó su intención, por eso movía la cabeza de un lado a otro, negativamente. Estaban sentados cerca de los juegos infantiles, eran alrededor de las siete de la noche, la posada estaba en su esplendor; los puestos de comida lucían filas largas,los villancicos se repetían tortuosamente, todos parecían felices. Casi todos, menos algunos niños.

Desde que llegaron al lugar, una secundaria privada donde José daba clases de literatura,  ambos habían visto los dos brincolines: eran viejos, estaban parchados, mal inflados, colocados en lugares inseguros. Los niños, con su usual ingenio, no tardaron en llamarlos "los brincolines de la muerte". No pocos de los pequeños se mostraban temerosos a la hora de subirse a los 'juegos'. El espectáculo de los infantes, con sus ojos de terror, sus pasos inseguros y sus gritos al caer, estremecían a José, quien era incapáz de reprimir el impulso de correr a recogerlos cada vez que alguno se caía. Pero María no lo dejaba.

Cuando iban a la mitad del ponche vieron a una niña rubia, rubicunda, con rizos, ojo claro; salió berreando de uno de los brincolines y se dirigió a ellos. La menor tendría unos siete años, tenía el rostro rojo, bañado en lágrimas. Detrás de ella iba otra niña más pequeña, delagada, tez morena, cabello largo, mirada maliciosa.

—¿Qué sucede pequeña? —preguntó José a la niña rolliza en tono gentil.

—Es que..... es que..... en el brincolín de allá están robando niños —dijo entre berridos mientras señalaba el brincolín del cual había salido.

José y María intercambiaron miradas, sonrieron de soslayo, bebieron otro sorbo de ponche.

—Eso no es cierto pequeña, ¿por qué dices eso? —le susurró María   suavemente mientras le frotaba el hombro, tratando de calmarla.

—¡Sí es cierto! ¡Allá están robando niños, allá están robando niños! —la niña más pequeña gritó con estruendo y luego sonrió al comprobar como sus gritos surtían efecto, la otra menor volvía a llorar copiosamente, temblaba.

José se llevó el dedo índice a los labios para ordenar silencio a la más pequeña. Con su mano izquierda sobaba el otro brazo de la llorona. La pareja hacía simultáneamente ruidos tranquilizadores, tarareaban tonadas, buscaban relajar a la niña rubia. Apenas lograban calmarla un poco, la otra atacaba nuevamente, inmisericorde.

—Además, a los niños que se roban les cortan la cabeza y los brazos y les sacan los órganos...

José la interrumpió de golpe, le puso la palma de la mano en la boca y le indicó que se fuera.

—No hagas caso dulce —le dijo María a la niña rubia— ¿Dónde están tus papás?

—Mi mamá fue por algo de comer, por allá —la niña señaló una de las filas largas donde la gente esperaba por su turno para recibir un par de tacos al pastor— pero ya tardó mucho —y comenzó a llorar de nuevo.

José la abrazó suavemente, le acercó el vaso de ponche para que le diera un sorbito y la cobijó con una manta azul rey que María sacó de su bolsa de mano. Mientras tanto ella susurraba un canción al oído de la niña. La rubia cabeceó, dio pequeños sorbos de ponche y su llanto se fue apagando hasta convertirse en un siseo apenas perceptible; finalmente, cayó dormida.

La pareja esperó unos minutos, terminó su ponche y salió de la escuela con la niña dormida sobre el hombro de José. Este prendió un cigarro justo cuando cruzaban la puerta y abordaban un taxi sin placas que los esperaba frente al colegio.

















































Cuento 09 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Wednesday, October 29, 2014 at 5:43 PM

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 Bradbury
 

Ojalá te mate la sombra 


Comer tierra pudo ser manjar de niños, pero para un adulto con tres días sin comer ni beber, sólo es eso: pinche tierra. Arturo estaba tirado boca abajo, yerto, seco, era un casi muerto. Pensó que si un ave carroñera pasara por ahí podría confundirlo con alimento; luego recapacito, los animales no son tan imbéciles, saben distinguir un muerto de un vivo. Giró la cabeza al cielo para ver la posición del sol e intentar descifrar la hora; era absurdo, nunca le interesó la astrología. Maldijo mentalmente, deslizó la lengua áspera por los labios cuarteados y anheló un poco de saliva, suficiente al menos para escupirle en la cara a Charly, cuyas botas enlodadas vio acercarse lentamente a él.
Vestido de blanco, con barba rauda, mirar cansino y voz rasposa; Charly, el Águila, se reclinó sobre el cuerpo de Arturo y le murmuró al odio
—Fuerza hermano,  estamos cerca de encontrarlo.
El moribundo no respondió, de haber podido le habría mentado la madre. Seguía lamentándose por haberse dejado embaucar. En medio de su delirio recordó a su ex esposa e imaginó cómo le recriminaría: “Ves, por eso siempre te dije: no te juntes con pendejos”. A veces todavía la extrañaba, sobre todo en situaciones límite. Después de su divorcio se perdió seis meses en el alcohol, ni más ni menos, fue la cuota fijada premeditadamente, no se merecía más la desgraciada.  Una vez superada la crisis se encontró sin nada, ni esposa, ni trabajo, ni dinero, ni futuro, ni ganas de vivir. Entonces vendió cuanto pudo de sus pocas pertenencias y se encaminó en este viaje de autoconocimiento, como se lo vendió Charly cuando lo conoció en un café.
—No existen las casualidades —le dijo entonces el chamán —el gran espíritu te condujo aquí para que me encontraras y yo te sirviera como mediador y guía para encontrar tu propia iluminación.
Entonces aceptó, estaba tan perdido que no objetó nada.  Asintió a cada palabra del Águila, se dejó llevar, se asumió  hoja al viento. Cuando se reencontraron en el pueblo de Real de Catorce, dos semanas después,  Arturo le preguntó por qué no tomaban uno de aquellos jeeps para bajar al desierto, como parecían hacer todos.
—Hay que caminar, el camino es arduo, pero es un sacrificio necesario para limpiar nuestro espíritu antes de encontrarnos con Hikuri.
Charly decía todo con voz  profunda, barbilla levantada, ceño fruncido, mirada  perdida; por eso la mayoría terminaban por aceptar sus palabras como ley. Así, Arturo no objetó tampoco que emprendieran el viaje con la menor cantidad de provisiones posibles, incluso sin agua ni comida.
—Purificaremos nuestros cuerpos con el ayuno y obtendremos fuerza de la luz del sol —profetizó el Águila.
Además de Arturo también los acompañaba otro buscador, se llamaba Ernesto y parecía mudo. Apenas hablaba para repetir los preceptos del Águila y afirmar todo.
—Siempre dices que sí, hablas poco pero positivo ­—lo alentaba el chamán— eso me gusta, vas a llegar lejos con esa actitud.
Por su parte Arturo dudaba. Se dejaba llevar cierto, mantuvo el ímpetu de la hoja al viento, pero no podía engañar por completo a su cabeza. Sin embargo, mantenía cierta esperanza; había leído tres artículos sobre el peyote, el libro “Las puertas de la percepción” de Huxley, además de ver un par de documentales al respecto. Tenía fe, aunque le parecía extraño utilizar esa palabra, en el peyote, esperaba que este cactus sagrado lo ayudara a recuperar su espíritu. Si alguna vez lo tuvo.
No sabía si era eso, pero seguro algo había perdido. Después de su divorcio nada le apasionaba. Vivía por inercia, sin deseos, sueños, ni aspiraciones. Dejó de sentir, era un ser pensante, únicamente, eso pensaba él, pensaba demasiado. Creía en el peyote como una fuente de iluminación capaz de ayudarle a recuperar su ardor. 
Acamparon en medio del desierto a los pies del Cerro del Quemado. Durmieron casi toda la tarde en le primer día y después comenzaron la cacería. Al principio Arturo era el más entusiasmado, olisqueaba el aire como perro, aunque desconocía el olor del peyote. A veces cerraba los ojos, como había aconsejado Charly, caminaba unos pasos a ciegas, tropezaba con alguna roca y entonces los abría con la esperanza de encontrar a Hikuri frente a su mirada, pero nada.
No encontraron ni madres en tres días y Charly se negaba a regresar al pueblo por agua y alimentos. Insistía en que podían obtener energía del sol.
—Paciencia hermano, paciencia— les repetía como un mantra y nada más. Ahorraba palabras.
Al tercer día Arturo no pudo más.  Estaba tirado boca abajo, había caído por séptima vez en la mañana tras otro fallido intento de búsqueda a ciegas. Cuando abrió los ojos otra vez lo mismo: sólo tierra, sol, pinche sol de mediodía sin una puta sombra y las botas de Charly, el pendejo chamán. Cuando el Águila le habló al oído, algo en el interior de Arturo estalló. Estiró el brazo izquierdo para intentar alcanzar las botas de Charly pero no lo alcanzó. Cerró sus ojos, tomó otro impulso y su mano se tropezó de pronto con algo, un objeto redondo, algo que le inyectó una súbita energía. No era peyote, era algo más simple, más esencial, un objeto llano, gris. Una piedra.
La mano de Arturo se aferró a la piedra y su cuerpo tembló de pies a cabeza. Se levantó de un salto, llenó de energía, ardía de pies a cabeza. Arremetió una y otra vez con la piedra, sagrada piedra, sobre la cabeza del Águila, el cual cayó inconsciente al tercer impacto, ni siquiera sintió los otros 12. Arturo dejó de golpearlo cuando la sangre le salpicó el rostro. Entonces retrocedió, miró estupefacto el cuerpo inconsciente de Charly, guardo silencio, lo escuchó respirar, miró al sol, alto, ardiente, sonrió. Se sintió vivo, llenó de ímpetu, iluminado. Se reclinó sobre el Águila, sintió su pulso, estaba vivo. Miro a su alrededor y no vio rastro de Ernesto. Tomó el cuerpo del chamán de un brazo, lo arrastro hasta un cactus, lo dejó bajo su sombra y se fue.         
 

Cuento 08 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Wednesday, September 24, 2014 at 9:35 PM


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Lobos en Pie de la Cuesta


Extraño a Mariana cada luna llena. Algunas veces, cuando la nostalgia me  ataca sin tregua, incluso me da por aullar. Entonces se me enchina la piel mientras rememoro las noches con ella, el astro redondo en el alto cielo oscuro, las estrellas, la brisa marina, la arena pegada a nuestra piel y la historia que me contó la última vez que estuvimos juntos. La historia de Antonio.
Antonio era el hijo de una amiga de Mariana, creo que se llamaba Laura. Tras muchos años de no verse se reencontraron una tarde en un supermercado en Acapulco. Aunque Mariana era chilanga vivía ahí porque se dedicaba a dar masajes en hoteles. Las dos se tomaron un café esa misma tarde para ponerse al día. De aquel encuentro se suscitó una invitación de Laura para cenar en su casa, en Pie de la Cuesta, en 15 días. Tres días antes Mariana recibió una llamada de su amiga para confirmar la invitación, pero además para decirle algo importante: el esposo y el hijo de Laura también estarían presentes, pero era trascendente hacerle saber que Antonio, su hijo, era un chico un poco raro. Mariana no supo qué pensar, la afirmación era ambigua y no quiso hacer preguntas incómodas, se limitó a decir que ella era una mujer de amplio criterio.
El día de la cena Mariana trató de comportarse lo más normal desde el principio, se vistió formal, pero sin exagerar, llegó al lugar de la cita y se dejó llevar hasta la hermosa casa de Laura, con vista al mar y amplios ventanales. Una vez ahí fue presentada a Luis, el esposo y Antonio, el hijo extraño. Mariana no pudo dejar de mirarlo un largo rato: era un chico de 15 años, delgado, frente prominente, escaso cabello oscuro, ojos hundidos, barbilla cuadrada, mueca torcida.  A primera vista podría pensarse que padecía algún retraso mental, aunque hablaba normalmente y no parecía tener problemas para caminar ni coordinar sus movimientos.
Pero su mirada tenía algo, una mirada de loco, pensó Mariana; como en esa películas de terror donde uno sabe de inmediato quién es el asesino sólo con verlo a los ojos. Era una noche lluviosa, de luna llena.  Al principio todo transcurrió normalmente, comieron la  sopa y el guisado mientras charlaban del clima, el trabajo de Luis como gerente de un hotel, la escuela de Antonio, las historias en común de las amigas. Parecía una noche cualquiera, una familia corriente, un evento para olvidarse en quince días.
Pero mientras servían el postre, gelatina de rompope, la velada se volvió inmortal. Antonio se quedó viendo fijamente por los ventanales, había dejado de llover, el cielo se estaba despejando y era posible vislumbrar una enorme luna roja. Pero los ojos del chico no estaban fijos ahí, parecían ver más allá, como algo invisible para el resto. Su mano derecha, con la cual sostenía la cuchara del postre, temblaba sin control. Intentaba balbucir unas palabras, apenas entendibles.
-Ma… ma… y…a….están, aquí, so…so…on ellos….- dejó caer la cuchara y se levantó de la silla. De un salto trepó a la mesa y una vez ahí, en cuclillas, levantó el cuello en dirección al techo, movió la cabeza en círculo, recorrió con la mirada, lentamente, cada rincón de la casa y abrió la boca para emitir un sonido agudo, apenas perceptible al inicio, ensordecedor en sus últimos tonos: Auuuuuuuuuuuuuu!
Laura se quedó paralizada un instante, igual Luis. Ambos miraban alternativamente a su hijo y a su invitada, mientras esta permanecía petrificada, con la cuchara a mitad del camino entre el plato y la boca. La pareja dudó apenas un minuto, se pusieron también de pie, levantaron la cabeza al techo, se subieron a la mesa y comenzaron a aullar. Laura miraba de reojo a Mariana e intentaba indicarle con un movimiento de cejas que se les uniera. Mariana, desconcertada,  se levantó de su lugar para escapar al baño, pero cuando iba en camino se topó de frente con la mirada de Antonio.
Sus pupilas dilatadas parecían atravesarla, pero una vez superado el miedo inicial, era posible identificar un atisbo de cordialidad animal tras esos ojos. Una invitación ineludible para una celebración, un acto ritual de otros tiempos. Mariana cedió, olvidó la ruta de escape y se unió a la manada que aullaba sobre la mesa, con los platos y los cubiertos regados por el suelo, mientras a través de los ventanales la luna lucía radiante, roja, misteriosa.
Aullaron toda la noche. Mariana juraba haber perdido la noción del tiempo, tampoco estaba segura de en qué momento se recostó en el suelo, echa un ovillo sobre sí misma, como un animal herido. Al amanecer Laura le ofreció un manta para cubrirse del frio y un café cargado. Se despidió una hora más tarde, sin decir ni preguntar nada. Nunca volvió a ver a su amiga, pero desde entonces las noches de luna llena cobraron para Mariana un significado diferente.
Ella me contó la historia una noche de luna llena. Después de una cena romántica salimos a caminar, inicialmente sin rumbo, luego seguimos a un gato y terminamos por seguir a la luna. Esta nos llevó a la playa, donde nos recostamos, nos revolcamos, cogimos como animales en la arena.  Luego, extenuados, nos recostamos boca arriba, la noche era clara, ella suspiró y comenzó el relato. Cuando terminó  yo estaba adormilado, cerré los ojos y perdí la noción del tiempo. En mis sueños me pareció escuchar aullidos y sentí una lengua animal recorrer mi nuca. Cuando desperté el sol brillaba, la ropa de Mariana aún estaba regada por la arena, pero ella ya no estaba. Nunca volví a saber nada de ella.

Cuento 07 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Monday, September 22, 2014 at 9:34 PM


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El cantante de blues


Destacaba entre los hombres de la taberna: espalda ancha, porte bravucón, tez morena clara, pelo rizado, canoso, corto, manos grandes, ojeras prominentes; oscilaba entre los 40 o 50 años, dependiendo el ángulo desde el cual se le observara, la luz, la hora. Su voz era el rugido de una bestia herida, un lamento del fondo de la tierra, la desesperanza total. Cantaba y parecía haber nacido para cantar tangos. “Pero siempre preferí el blues”, me confesó más tarde.
El lugar era un anodino bar de viejos escondido en los linderos del barrio de San Telmo. La puerta abatible, las mesas, la barra, eran todo madera podrida; los vasos lucían turbios; incluso los parroquianos parecían exhalar naftalina. Parecía la encarnación de la nostalgia, pero la sobrepasaba, era deprimente. Pero él, el cantante de blues, hizo que valiera la pena encontrar y recordar aquel lugar.  
Cantaba por dinero o cerveza. A  lo José José, pensé entonces. Yo pagué una pinta de cerveza, él se sentó en mi mesa y supo al instante mi condición de extranjero. ‘El Méxicano’ fui desde entonces para él, como había sido y continuaría siendo en otras tantas noches bonaerenses.  En un instante, entre dos pintas y tres tangos, me contó su vida. Había sido un cantante reconocido, con giras por la república, discos, presentaciones; pero lo habían arruinado las drogas. Había escuchado esta historia miles de veces, pero nunca de primera mano. El cantante de blues me habló de su esposa, primero en buenos términos, luego la maldijo, la ‘puteo’, la maldita se llevó a su hijo. Ahora él, rehabilitado, limpio como el cristal de los vasos del lugar, tenía la esperanza de volver a ver al niño cuya foto guardaba en la cartera.  Otra recaída, juraba, sería su fin.   
El cantante de blues me contó que en otra ocasión, en ese mismo lugar, había conocido a una banda de rock de México. “Se llamaban Molotov o algo así”, me dijo  con deferencia, tras lo cual tarareó algunas estrofas de “Puto” y me narró cómo había bebido ahí mismo con Miky Huidobro. Me habló de los mexicanos, siempre cordiales, siempre fiesteros, abiertos… y el clásico ditirambo de adjetivos del cual yo ya estaba hasta la madre. Entonces debí irme, el lugar estaba por cerrar, había dejado de llover, hubiera merecido descansar. Pero el cantante de blues me habló de un lugar en la Boca, un sitio, me dijo, que debería conocer.
Se trataba del Samovar de Rasputín. Por los días es otro restaurante típico argentino con un show de tango, cortes de carne y el ambiente turístico propio de Caminito. Pero en las noches es un universo aparte, un retazo de Nueva Orleans extraviado en Buenos Aires. El lugar es pequeño, tiene una puerta de madera en la entrada, una barra del lado derecho, una docena de mesas en espacio de cinco metros cuadrados y en el fondo los músicos.
Nos sentamos, el cantante de blues hizo que abrieran una botella de vino barato en nuestra mesa, no fuera que si la abrían en la barra nos dieran uno aún peor, yo pagué. Me habló sobre el lugar,  un templo del blues por el cual han pasado los mejores de Argentina y algunos del mundo. Las paredes del sitio estaban atiborradas con fotografía de famosos, entre ellas una de los Rolling Stones. Ambos bebimos más de la cuenta
Apenas recuerdo algunos retazos del resto de la noche: un hombre de treinta años, petizo (estatura baja), pelo negro, chamarra de cuero y pantalón de mezclilla; bailaba y movía las caderas cual Elvis, mientras con la mano se arreglaba el cabello. Una mujer rubia con un vestido negro ajustado, quizá de cuero, quiero creer, bailaba de infarto; todos la veíamos, la devorábamos, ella se dejaba hacer. La luz y el humo del lugar la hacían parecer más buena de lo que quizá estaba. El morocho petizo se acercó y bailó con ella. Parecía una puta escena de película.
El cantante de blues y el petizo entablaron conversación, hablaban de otros tiempos, de otra música, de otras drogas. El calor era insufrible. Aún ahora recuerdo y me acaloro: la música, la rubia bailando, el vino, la luz mortecina. La versión más cercana al infierno que he conocido en carne propia, era hermoso. Salimos al amanecer. El cantante de blues y el petizo salieron abrazados, se sostenían mutuamente para no caer, el segundo aseguraba tener en su departamento un delicioso desayuno, listo para reactivarlos. Guiñaba el ojo exageradamente, tosco, burdo. Ambos me ignoraron, sólo entonces me recordé extranjero. Regresé caminando al hotel. Mientras ellos se alejaban en dirección contraria miré de reojo, por última vez, al cantante de blues; parecía menos melancólico, se balanceaba, la luz del amanecer realzaba su semblante, sus ojos brillaban, tarareaba un blues, parecía más vivo. Nunca lo volví a ver, quizá murío esa mañana. 

Los defectos de Cortázar

Written by Edgar Rodriguez on Tuesday, August 26, 2014 at 12:18 PM

 El escritor argentino no era un dios, como algunos pretenden, eso queda claro. Pero podría ir incluso un poco más lejos, mucho más; digamos ya, sin eufemismos: era un perfecto idiota. Lo era en todo el sentido que implica serlo, incluso el reconocimiento personal, la aceptación, la resignación. Sí, hay que ser realmente idiota para alegrarse, sorprenderse, entusiasmarse aún con las cosas más insignificantes de esta vida.  

Es un grave  defecto ese de ser idiota, nos aleja del resto de los hombres: razonables, útiles, lógicos, inteligentes. Resulta incómodo el entusiasmo permanente, esa especie de presencia y reconocimiento constante del mundo. Ese persistente gusto por todas las cosas no conduce nunca a nada bueno, mas que al desbordamiento de las pasiones. Tenía razón al auto censurarse, hay que ser realmente idiota para ser un poeta.

Aunada a esta idiotez perenne, pecaba también de un infantilismo incandescente, un no creer en lo ineludible, una falta de razón, una ignorante desazón pueril hacia todo lo que se ha enseñando. También era así, un niño desobediente que no sólo buscaba transgredir las reglas, sino que gozaba haciéndolo, burlándose de los críticos y los lectores, escapándose de sí mismo.

Aún hoy, juega todo el tiempo, se burla del lector, de las normas, de La Literatura, de esa que escriben con mayúsculas. Se divierte de lo lindo con trazos en el suelo, con sus esquemas numéricos, con sus trampas, sus laberintos interminables. Para Cortázar la poesía era eso, un elemento lúdico constante de las palabras con las cosas; jugar es vivir plenamente, más allá del hábito y la rutina, de las máscaras y las apariencias, es la esencia misma del hombre. Jugar a la poesía es jugar a pleno, jugar a la poesía es un arte ineludible, jugar a la poesía es un estilo de vida.

“Y el juego en el que cada espejo
Miente otra vez lo ya mentido
Y con los ecos del vacío
Tañe la música del tiempo”
(Planta baja, Último Round)

“para el que con su incendio te ilumina,
cósmico caracol de azul sonoro,
blanco que vibra un címbalo de oro,
último trecho de la jabalina,

la mano que te busca en la penumbra
se detiene en la tibia encrucijada
donde musgo y coral velan la entrada
y un río de luciérnagas alumbra.

si, portulano, fuego de esmeralda,
sirte y fanal en una misma empresa
cuando la boca navegante besa
la poza más profunda de tu espalda,

suave canibalismo que devora
su presa que lo danza hacia el abismo,
oh laberinto exacto de sí mismo
donde el pavor de la delicia mora

agua para la sed del que te viaja
mientras la luz que junto al lecho vela
baja a tus muslos su húmeda gacela
y al fin la estremecida flor desgaja”.

(Viaje infinito, Salvo el crepúsculo)

Siempre fue un niño escritor, a los nueve años tuvo sus primeros acercamientos con la literatura. Comenzó a escribir poemas perfectamente rimados y ritmados. Él mismo admite que eran poemas muy malos, cargados de sentimientos ingenuos y  toda la cursilería de un niño. Al respecto de estos poemas, Cortázar relata que después de haber mostrado a su madre dos o tres sonetos absolutamente impecables, ella los mostró al resto de la familia; los cuales le dijeron a su madre que él era un plagiario, que esos sonetos los había sacado de algún libro, pues siempre lo veían leyendo.

En las palabras del propio Julio, se nota su primera decepción literaria: “Mi madre… muy avergonzada, trató de sonsacarme si esos poemas yo los había escrito o los había sacado de algún libro. Tuve un ataque de desesperación, creo que nunca he llorado tanto […] Yo consideré eso como una ofensa, como algo que me vulneraba en los más hondo… Yo había hecho esos sonetos con un amor infinito y me habían salido formidablemente bien. El resultado era que me acusaban de plagio…”

Era, también, un obseso irremediable. A los 60 años seguía creyendo en las formas perfectas de la poesía; en el soneto, figura ya superada por muchos poetas, abandonada en pos de la escritura más libre de la época moderna. Pero que él seguía cultivando en secreto hasta la publicación de Salvo el Crepúsculo.

Rebelde o revoltoso, que para el caso es lo mismo, fue para colmo siempre un inconforme con todo, con las reglas, con la política, con la vida misma. La literatura de Cortázar es una rebelión en sí misma, rompe con las formas, crea las suyas propias.

En palabras de László Scholz investigador de literatura latinoamericana, especializado en la obra de Julio: “Cortázar es  L´homme revolte de su generación, el hombre que ha vivido en el infierno argentino y europeo de los años cuarenta, y desde entonces no cesa de rebelarse […] es el único artista de su generación que ha sido hasta ahora consecuente con su rebeldía”.

Para colmo ahora resulta incluso hasta un necio, un cínico. Vale la pena revisar la portada de Ultimo Round en su edición de Siglo XXI, México, 1969. Donde se incluye el siguiente texto:

Joven amigo: ¿Se siente revolucionario? ¿Cree que la hora se acerca para nuestros pueblos?

En ese caso, proceda CON SERIEDAD. La revolución no es un juego. Cese de reír. NO SUEÑE. Sobre todo NO SUEÑE. Soñar no conduce a nada, sólo la reflexión y la seriedad confieren la ponderación necesaria para las acciones duraderas. Niéguese al delirio, a los ideales, a lo imposible. Nadie baja de una sierra con diez machetes locos para acabar con un ejército bien armado: no se deje engañar por informaciones tergiversadas, no le haga caso a Lenin. La revolución será fruto de estudios documentados y de una larga paciencia. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS.”

Nada le parece, es un inconformista. Es un extraño de este mundo, con un estado constante de desconsolación. No está conforme con la realidad circundante, rechaza y denuncia las reglas sociales, busca un mundo más amplio e integral para salvar lo que él llama “lo verdaderamente humano”.

En este sentido Cortázar es como Oliveira (de Rayuela), le duele el mundo, está desconcertado ante todo lo que le rodea. Es una concepción de lo absurdo, como lo dice explícitamente en esta misma novela: “Lo absurdo no son las cosas, lo absurdo es que las cosas estén ahí y las sintamos como absurdas”.

“Para el poeta angustiado, todo poema es un desencanto, un producto desconsolador de ambiciones profundas más o menos definidas, de un balbuceo existencial que sólo el poema puede analógicamente evocar y reconstruir”, refiere el propio escritor argentino en su ensayo ‘Hacia una poética’.

Como lo dijo algunas vez Vasconcelos, el gran impulsor de la educación en México, existen dos clases de libros: lo que se leen sentado y los que se leen de pie. Estos últimos son aquellos que nos hacen vibrar, reprueban la vida, son como un grito que nos estremece, nos obliga a ponernos de pie.

“Y sé muy bien que no estarás.
No estarás en la calle,
en el murmullo que brota de noche
de los postes de alumbrado,
ni en el gesto de elegir el menú,
ni en la sonrisa que alivia
los completos de los subtes,
ni en los libros prestados
ni en el hasta mañana.

No estarás en mis sueños,
en el destino original
de mis palabras,
ni en una cifra telefónica estarás
o en el color de un par de guantes
o una blusa.
Me enojaré amor mío,
sin que sea por ti,
y compraré bombones
pero no para ti,
me pararé en la esquina
a la que no vendrás,
y diré las palabras que se dicen
y comeré las cosas que se comen
y soñaré las cosas que se sueñan
y sé muy bien que no estarás,
ni aquí adentro, la cárcel
donde aún te retengo,
ni allí fuera, este río de calles
y de puentes.
No estarás para nada,
no serás ni recuerdo,
y cuando piense en ti
pensaré un pensamiento
que oscuramente
trata de acordarse de ti.”

(El futuro,  Salvo el crepúsculo)

Podemos darnos cuenta hasta aquí de un defecto más del escritor argentino, es un sentimental, un cursi, un romántico en cuestión. “El vocabulario es mi carbono 14, no así los temas y los modos por que nada ha cambiado en ese terreno donde sigo siendo el mismo, quiero decir romántico, sensiblero, cursi…”   

 Si se ha puesto atención hasta ahora se notará que algunas de las características citadas son un tanto contradictorias: cómo se puede ser idiota (en el sentido ya planteado) y doliente al mismo tiempo. Este contrapunto sirve para mostrarnos otro más de sus grandes defectos, Cortázar es un contradictorio, indefinido, es un camaleón.

No es la primera vez que se le clasifica bajo dicho término, el mismo autor lo utilizó para justificar la divergencia de su libro “Vuelta al día en ochenta mundos”. Y de la misma forma se sirve de este concepto para escribir su “Arte poética”; en gran parte inspirada en los estudios de Keats.     

“El poeta renuncia a defenderse, a conservar una identidad en el acto de conocer […] se le da temporalmente el sentirse a cada paso otro, el salirse tan fácilmente de sí mismo para ingresar en las entidades que lo absorben, enajenarse con el objeto que será cantado, la materia física o moral cuya combustión lírica provocará el poema”

Es un alquimista de la palabra, un matabele (brujo africano) que transfigura al esencia de las cosas. Para Cortázar eso es la poesía, una especie de acto mágico mediante el cual trata de introducirse en la esencia de las cosas, ser la tormenta mientras se escribe sobre la misma y a la vez ser capaz de hacer un sortilegio que permita establecer relaciones válidas entre las cosas por una analogía sentimental: hacer que la tormenta sea un grito, eliminando el puente ficticio del “como”;  la tormenta no es como un grito, es un grito.

En el perseguidor se ejemplifica esta forma de concebir la realidad: “Todo era como una jalea, todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros”, relata Johnny Carter, personaje principal de la novela.      

“El poeta es pues un mago, su objetivo es apoderarse del mundo, no se contenta con nombrar las cosas, quiere llegar a lo profundo de los objetos y los seres; el poeta quiere ser la cosa, quiere ser su esencia.”

Idiota, infantil, obseso, revolucionario, necio, inconformista, cursi, contradictorio, hipnotizador… la lista de los defectos puede seguir alargándose, mas estos han sido suficientes para mostrarnos entredicho uno de los más graves defectos de Cortázar: poeta..

Él mismo relata que cuando mostraba sus poemas a sus amigos, la invariable respuesta era: ¿Cuándo escribís otro cuento?; pues era encasillado dentro del género en el que mejor se desenvolvía. Alguna vez también lo dijo Miguel Oviedo, quien calificó la poesía de Cortázar como “conmovedoramente mala”.

La sentencia debería ser entonces: haberse dedicado a hacer lo que mejor sabía, zapatero a sus cuentos a sus novelas y ya. Pero el propio Julio se pronunció siempre en contra de las etiquetas; buscaba la disolución de los géneros tradicionales. No sólo borrar los límites entre prosa, poesía y drama, sino que ampliar los marcos de la literatura misma. 

Cortázar es un poeta, basta leerlo para darse cuenta de ello; su obra es sin duda alguna poesía, aunque se encuentre alineada como prosa. Si el Capítulo 7 de Rayuela, aclamado hasta el hartazgo, no es poesía, ¿entonces qué diablos es?


No le tengo miedo a los lugares comunes, pues sé que en este mundo no hay nadie más común que yo; por eso termino parafraseando aquel viejo dicho: “De músicos poetas y locos, todos tenemos un poco”. Pero son en realidad pocas personas, excepcionales, las que de esas tres cosas lo tienen todo, Cortázar es el gran ejemplo:  “De músico, poeta y loco, Cortázar lo tiene todo”.


Cuando ella o él te dejen, no perdones,
niégate a comprenderlo.
Cultiva bien tu odio, nunca seas
generoso en palabras o en olvido.
Cuando ella o él te dejen, nunca digas
adiós, o qué vamos a hacerle.
Maldice cada letra de su nombre.
Y júrale odio eterno mirándole a los ojos.
Cuando ella o él te dejen, nunca creas
ni justificaciones ni promesas
y busca las palabras más hirientes
el insulto más infame que conozcas.
Cuando ella o él te dejen, nunca juegues
a ser Rick perdido en Casablanca.
Provoca llanto, dolor, remordimientos
y que el adiós te corte igual que una cuchilla.
Porque cuando ella o él te dejan, habrá alguien
tarde o temprano esperando en otra esquina
y volverán a gozar en otros brazos
y dirán “te amo”. Y “ven, dámelo todo”.
Y olvidarán. ¿Para qué, entonces,
mentir? Que ella o él se lleven
-aunque dure bien poco- nuestro odio
igual que una bandera. Para siempre.

(Manual para salvar el odio, Salvo el crepúsculo)


Cuento 06 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Monday, August 25, 2014 at 3:13 PM


“Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury

Última carta para Paula:


“El gato que está triste y azul nunca se olvida que fuiste mía”
Roberto Carlos

Espero que puedas perdonarme por la mancha de sangre sobre tu sábana blanca favorita, no fue mi intención. Nunca quise dejar marca alguna, pero Voltaire se defendió como gato boca arriba, literalmente. Usualmente era manso, por eso nunca imaginé que armara tanto lío cuando lo alcé de la cola para clavarle en el pescuezo la réplica en miniatura de espada flamígera que usabas como abrecartas. Fue un buen regalo. ¿Recuerdas? Te la di en nuestro tercer aniversario.
Me alegra imaginar que usarás esta misma artesanía, previamente lavada y desinfectada, para abrir esta, mi última carta. Seguro te sorprendió encontrar el sobre amarillo y lacrado, sobre tu otrora lecho blanco. Vuelvo a disculparme por eso, juro que no fue mi intención. La culpa fue de Voltaire.
Después de ingresar a tu departamento la idea era hacer un trabajo limpio y rápido: coger al gato, llevarlo a la bañera, cortarle el cuello, desangrarlo, limpiar y enterrar el cadáver en la maceta de Gardenias del balcón. Son horribles esas putas flores. ¿Quién mierda te las regalo? Están lejos de poder compararse con las orquídeas que yo te daba.  Las plantas que te regaló el último fulano, quien seguramente se metió entre tus piernas, a lo sumo sirven para la tumba de un gato, un pinche gato.
Pinche gato, cuando lo tenía agarrado de la cola me arañó el brazo con saña, pero no lo solté inmediatamente, lo hice segundos después cuando repitió su ataque, ahora sobre mi rostro. Entonces ambos, el gato y yo, perdimos la compostura y el estilo. Corrí tras Voltaire por todo el departamento, me arrastré debajo del sillón naranja para sacarlo de ahí, tuve que escarbar entre la ropa sucia, donde el muy listo pretendió esconderse. Por cierto, me gustó mucho tu nuevo negligee rosa; en otras circunstancias incluso me lo hubiera llevado, pero en ese momento mi mente está más-turbada por culpa del puto gato.
En fin, no pretendo hacer aquí un relato detallado de la peliculesca persecución, cuyo final ya habrás adivinado: lo acorralé en tu cuarto y saltó a la cama donde finalmente lo embestí directamente en el vientre, una dos, tres, mil millones de veces, sin piedad. Con tanta intensidad como alguna vez te la clavaba a ti.
Intenté dejar todo como estaba antes, pero bueno, la mancha de la sabana era difícil de ocultar. Lo lamento profundamente, algún día te mandaré de regalo un juego de cama nuevo, aún más inmaculado que este. Escribo esta carta primero para darte aviso sobre el deceso de Voltaire, no Baby don´t cry, la vida sigue, créemelo era necesario hacerlo. Su cuerpo será un buen abono para las flores. ¡No mames, gladiolas, que mal gusto! La segunda razón de estas líneas es para explicarte por qué lo hice. No me gustaría dejarte con la idea de que esto es una simple venganza de mi parte después del fin de nuestra relación de cuatro años, apenas la semana pasada. No, nada más alejado de la realidad.
No te confundas, mujer. Ciertamente soy un tipo pasional y a veces colérico, pero mis acciones persiguen siempre fines más nobles, menos burdos. No soy un vulgar asesino; me concibo, más bien, como un justiciero, no quiero parecer exagerado, pero podría decir que soy casi un héroe. Es verdad, te salvé la vida.
Espera, no rompas aún esta carta, déjame explicarte. Créeme, es importante. Maté a Voltaire para salvarte, pues de no haberlo hecho él te hubiera matado a ti en la próxima luna llena. No estoy loco, es la verdad, debes creerme. Siempre pensé que los gatos eran criaturas infernales, pero nunca tuve la certeza de ello hasta hace poco. Lo sospeché desde hace tiempo, nunca me gustó la manera en que te miraba Burroughts, el gato que te había regalado tu ex. ¿Recuerdas? Por cierto, que manía tan rara la tuya esa de ponerle a los gatos nombre de escritores, siempre me pareció algo muy mamón, la verdad.
Espero que no sigas creyendo que yo fui el culpable de envenenar a Burroughts para borrar cualquier vestigio de tu anterior amor para después regalarte yo otro gato, más hermoso, más negro, más maligno: Voltaire. Entonces no lo sabía créeme. Había escuchado historias y mitos sobre los gatos, sobre su culto en el antiguo Egipto, sobre su  naturaleza demoniaca, pero nunca imaginé tanto, especialmente nunca paso por mi cabeza la idea de los sacrificios de mujeres que realizan los gatos cada noche de luna llena.
No espero que me agradezcas por el favor que acabo de acerté, siempre fuiste malagradecida. Tampoco creo que puedas entender ni pretendo ahondar más en explicaciones. No vale la pena.
Dejo mi copia de las llaves de tu departamento en el mueble de la entrada, lamento que lo nuestro terminara así, espero en el fondo que encuentres la felicidad pronto en otro lado. Te amo, nunca dejare de hacerlo. Créeme si alguna vez vuelves a estar en peligro, yo estaré ahí para salvarte.


PD: Por favor, te lo suplico, mantente alejada de los gatos. Es un consejo, una advertencia.  

Cuento 05 de 52

Written by Edgar Rodriguez on Thursday, August 14, 2014 at 4:25 PM


“Write a short story every week.  It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” 
 Bradbury

Un instante de eternidad



Eduardo, lector empedernido de literatura de ficción, tenía un método particular para escoger su siguiente libro. Le gustaba viajar en el metro para escudriñar entre los usuarios a lectores; cuando encontraba alguno se acercaba, trataba de descubrir el título del volumen entre sus manos. Se acercaba a la persona y la cuestionaba directamente: “¿Qué estás leyendo?”. Una vez repuestos del sobresalto inicial, la mayoría contestaban amablemente, en corto, el nombre del libro, algunos mencionaban incluso el autor. “¿De qué trata? ¿Está bueno?”  Estas preguntas ya no eran recibidas tan cordialmente, la gente se mostraba incomoda, confundida, la mayoría afirmaba que sí era bueno el libro, pero eran incapaces de hilar más de cinco palabras sobre la trama del mismo. En este punto Eduardo tomaba su decisión: dar la espalda e irse sin siquiera decir adiós o comenzar la negociación por el libro.
Primero ofrecía cien pesos, los cuales en el acto eran rechazados con cierta indignación por la mayoría. Después duplicaba su oferta y si la persona se resistía continuaba aumentando el monto de 100 en 100. Nunca nadie había resistido la oferta de 500 pesos por un libro usado. Después de comparar el ejemplar Eduardo se marchaba sin decir nada más. Nunca pretendió entablar conversación con los vendedores, ni tampoco imaginó esta situación como un buen método para conocer mujeres. Aunque nunca faltó alguna que así lo creyó, él siempre se mantuvo frío, desinteresado respecto a las personas, concentrado únicamente en el libro que quería comprar.
Durante un año se dedicó solamente a leer. Viajaba en el metro por las mañanas, cazaba sus libros desde las nueve hasta al medio día y dedicaba la tarde entera y parte de la noche a leer. No tenía problemas económicos, dos años atrás sus padres había muerto en un accidente automovilístico y él, estudiante de letras recién graduado, heredó dinero suficiente para sobrevivir sin problemas al menos por otros 40 años, según sus cálculos, los cuales contemplaban la compra de libros, la comida, la ropa, los insumos básicos y un viaje al extranjero cada dos o tres años.
Había vivido así por un año, sin preocupaciones. Leía de cuatro a cinco libros por semana. Disfrutaba, además del acto mismo de recrearse en las ficciones, pensar en las vidas de los lectores anteriores. Imaginaba qué habrían sentido en determinado pasaje o capítulo. Si acaso encontraba notas o líneas subrayadas, su deleite se hacía aún mayor. En un arrebato de misticismo fantástico llegó a pensar que de alguna manera hablaba con esas personas, se apoderaba de una parte de ellas, contemplaba su espíritu. Hubiera sido incapaz de confesar estos pensamientos,  pero tampoco había porqué preocuparse, no tenía alguien con quien hacerlo.
Quizá pudo efectivamente seguir así por cuatro décadas, de no haber sido por Claudia. La encontró un jueves por la mañana en el trasborde de Instituto del Petróleo. Estaba sentada casi al final del barandal de cemento que está en el largo pasillo que divide la línea roja de la amarilla. La vio ahí, pequeña, esbelta, pelo negro, totalmente perdida entre las páginas de un libro. Se paró frente a ella, sin disimular se agachó para poder ver el título del libro: “La eternidad no está de más”, el autor François Cheng. El nombre era atrayente, el autor desconocido, parecía oriental. Procedió a las preguntas de rigor, ella contestó siempre sonriente, mirándolo a los ojos. Le habló sobre el amor platónico, sobre oriente, sobre el autor, un chino occidentalizado. Su voz era suave, pero firme. Eduardo no lo dudó, quiso el libro en ese instante. Ella rio abiertamente ante su oferta y dijo ‘no’. Él, según su costumbre, fue subiendo su oferta, pero ella se aferró. Por primera vez alguien rehusó 500 pesos, eso lo atizó, siguió ofreciendo más y más; mientras ella, al parecer divertida, se limitaba a mover la cabeza de un lado al otro. Finalmente llegó a dos mil pesos, en efectivo, en ese instante, por un libro usado que nuevo seguramente no valdría más de 200 pesos. Es mi última oferta, sentenció temeroso. Todo el tiempo ella siguió negando con la cabeza, riendo a hurtadillas. Finalmente sentenció: “Esta bien, pero con una condición: dame tú número de teléfono o correo electrónico”. Eduardo respondió que no tenía, lo cual era parcialmente cierto, pues en algún momento tuvo ambos medios de comunicación pero tenía más de un año sin usar ninguno.
Claudia le reviró pidiendo su dirección, seguro esa si tenía, seguro en algún lugar vivía, dormía. Eduardo dudó un momento y finalmente cedió. Ella apuntó la dirección en un papelito que sacó de su bolsa, pero antes de que él tomara el libro ella lo detuvo. “Espera, antes enséñame tu credencial de elector para verificar tu dirección”. Había resultado más lista de lo esperado, efectivamente había cambiado el número del departamento cuando se lo dictó. Ella lo descubrió, le reprochó en broma, apuntó el correcto, le dio el libro y se fue.
Eduardo se quedó ahí, parado, viendo como ella se alejaba por el largo pasillo. Preguntándose qué hacía ella ahí, parecía esperar a alguien, pero después de venderle el libro, se fue simplemente sin decir nada. ¿A quién esperaba? ¿A él?
Sin poder resistir más tiempo, se sentó donde antes estaba ella, ojeo el libro, estaba lleno de notas. En diferentes páginas había párrafos marcados entre corchetes y en la última página estaban los números de las páginas marcadas con breves notas y referencias al lado. El libro olía a Claudia, a sus dedos blancos, frágiles, cada hoja era ella. Eduardo suspiró, se saltó el prologó y comenzó, así, el resto de su vida. 

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