“Write a short story every week. It's not possible to write 52 bad short stories in a row.”
Bradbury
El cantante de blues
Destacaba entre los hombres de la taberna: espalda ancha,
porte bravucón, tez morena clara, pelo rizado, canoso, corto, manos grandes,
ojeras prominentes; oscilaba entre los 40 o 50 años, dependiendo el ángulo
desde el cual se le observara, la luz, la hora. Su voz era el rugido de una
bestia herida, un lamento del fondo de la tierra, la desesperanza total.
Cantaba y parecía haber nacido para cantar tangos. “Pero siempre preferí el
blues”, me confesó más tarde.
El lugar era un
anodino bar de viejos escondido en los linderos del barrio de San Telmo. La
puerta abatible, las mesas, la barra, eran todo madera podrida; los vasos
lucían turbios; incluso los parroquianos parecían exhalar naftalina. Parecía la
encarnación de la nostalgia, pero la sobrepasaba, era deprimente. Pero él, el
cantante de blues, hizo que valiera la pena encontrar y recordar aquel lugar.
Cantaba por dinero o cerveza. A lo José José, pensé entonces. Yo pagué una
pinta de cerveza, él se sentó en mi mesa y supo al instante mi condición de extranjero.
‘El Méxicano’ fui desde entonces para él, como había sido y continuaría siendo
en otras tantas noches bonaerenses. En
un instante, entre dos pintas y tres tangos, me contó su vida. Había sido un
cantante reconocido, con giras por la república, discos, presentaciones; pero
lo habían arruinado las drogas. Había escuchado esta historia miles de veces,
pero nunca de primera mano. El cantante de blues me habló de su esposa, primero
en buenos términos, luego la maldijo, la ‘puteo’, la maldita se llevó a su
hijo. Ahora él, rehabilitado, limpio como el cristal de los vasos del lugar,
tenía la esperanza de volver a ver al niño cuya foto guardaba en la cartera. Otra recaída, juraba, sería su fin.
El cantante de blues me contó que en otra ocasión, en ese
mismo lugar, había conocido a una banda de rock de México. “Se llamaban Molotov
o algo así”, me dijo con deferencia,
tras lo cual tarareó algunas estrofas de “Puto” y me narró cómo había bebido ahí
mismo con Miky Huidobro. Me habló de los mexicanos, siempre cordiales, siempre
fiesteros, abiertos… y el clásico ditirambo de adjetivos del cual yo ya estaba
hasta la madre. Entonces debí irme, el lugar estaba por cerrar, había dejado de
llover, hubiera merecido descansar. Pero el cantante de blues me habló de un
lugar en la Boca, un sitio, me dijo, que debería conocer.
Se trataba del Samovar de Rasputín. Por los días es otro
restaurante típico argentino con un show de tango, cortes de carne y el ambiente
turístico propio de Caminito. Pero en las noches es un universo aparte, un
retazo de Nueva Orleans extraviado en Buenos Aires. El lugar es pequeño, tiene
una puerta de madera en la entrada, una barra del lado derecho, una docena de mesas
en espacio de cinco metros cuadrados y en el fondo los músicos.
Nos sentamos, el cantante de blues hizo que abrieran una
botella de vino barato en nuestra mesa, no fuera que si la abrían en la barra
nos dieran uno aún peor, yo pagué. Me habló sobre el lugar, un templo del blues por el cual han pasado los
mejores de Argentina y algunos del mundo. Las paredes del sitio estaban
atiborradas con fotografía de famosos, entre ellas una de los Rolling Stones. Ambos
bebimos más de la cuenta
Apenas recuerdo algunos retazos del resto de la noche: un
hombre de treinta años, petizo (estatura baja), pelo negro, chamarra de cuero y
pantalón de mezclilla; bailaba y movía las caderas cual Elvis, mientras con la
mano se arreglaba el cabello. Una mujer rubia con un vestido negro ajustado, quizá
de cuero, quiero creer, bailaba de infarto; todos la veíamos, la devorábamos,
ella se dejaba hacer. La luz y el humo del lugar la hacían parecer más buena de
lo que quizá estaba. El morocho petizo se acercó y bailó con ella. Parecía
una puta escena de película.
El cantante de blues y el petizo entablaron conversación, hablaban
de otros tiempos, de otra música, de otras drogas. El calor era insufrible. Aún
ahora recuerdo y me acaloro: la música, la rubia bailando, el vino, la luz
mortecina. La versión más cercana al infierno que he conocido en carne propia,
era hermoso. Salimos al amanecer. El cantante de blues y el petizo salieron
abrazados, se sostenían mutuamente para no caer, el segundo aseguraba tener en
su departamento un delicioso desayuno, listo para reactivarlos. Guiñaba el ojo exageradamente, tosco, burdo. Ambos me ignoraron,
sólo entonces me recordé extranjero. Regresé caminando al hotel. Mientras ellos
se alejaban en dirección contraria miré de reojo, por última vez, al cantante
de blues; parecía menos melancólico, se balanceaba, la luz del amanecer
realzaba su semblante, sus ojos brillaban, tarareaba un blues, parecía más
vivo. Nunca lo volví a ver, quizá murío esa mañana.
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