“Write a short story every week. It's not possible to write 52 bad short stories in a row.” Bradbury
Un tubo para romper el mundo
El sonido de un disparo me despertó un jueves a las dos
de la mañana. Mi esposa, acostada a mi lado, murmuró algo entre sueños. Yo me
levanté, abrí la ventana y salí el balcón. Esperaba la muerte, cual gato. Pero no
era mi noche de suerte. Miré a la calle, no había muertos, ni gente corriendo,
ni gritos histéricos, nunca existió un disparo. La escena era menos predecible:
una rubia pechugona sostenía entre ambas manos un tubo de unos tres metros de
largo, corría para tomar vuelo, brincaba y descargaba golpes sobre un Altima
negro estacionado en enfrente del edificio donde vivo.
La mujer debía tener unos cuarenta, daba la impresión de
haber sido muy guapa a sus veinte. Ahora su rostro y su piel parecían
deformados por el tiempo, la furia, la mala vida. Vestía una blusa blanca
escotada que dejaba apreciar, desde mi privilegiada altura, sus pechos aún
atrayentes, pero ya en franca decadencia. Una suave llovizna le daba al cuadro
el último toque dramático.
La vi repetir cinco veces la misma acción: tomar vuelo,
levantar el tubo en lo alto, dejarlo caer sobre la carrocería, sobre el
parabrisas, al mismo tiempo que gritaba una maldición contra el dueño del
coche. El sonido, la furia, el vuelo de breves partículas de cristal, de metal,
la lluvia escurriendo por su cuerpo, desde su cuello, por los brazos, al tubo,
sobre el coche; la resonancia de cada grosería, las luces de otros
departamentos prendiéndose, una tras otra, las caras de los mirones. Era
hermoso.
Mientras estaba recargado en el balcón, viéndolo todo,
sentí envidia. Miré de reojo a mi esposa aún dormida, el techo de mi
departamento, los muebles; pensé en mis hijos en el otro cuarto, muy seguros,
casi podría decir que felices. Me comparé con ella, ignoraba por completo sus
motivaciones, pero no podía dejar de admirar su determinación, su ardor, el
furor de las embestidas. Imaginé que esa mujer podría ser buena en la cama, no
pude evitar una erección.
Pero no se trataba sólo de eso, la imagen, ella, me tenía
hechizado. Quería ser ella. Quise en ese instante odiar tanto a alguien como
ella odiaba al dueño de ese vehículo, a ese hijo de puta malnacido. Deseé tener
un tubo en mis manos, anhelé poder destruirlo todo, pegarle con un tubo a los
vidrios del balcón, los muebles del cuarto, a los focos de los vecinos que
prendían las luces; imaginé la dicha de pegarle a la vecina mocha y a su puto
gato, pegarle a los borrachos de la tienda de la esquina, al mecánico, al del
camión de la basura.
Volví a mirar de reojo en dirección a mi esposa, un
escalofrió recorrió mi espalda. Imaginé el tubo en mis manos, la fuerza de un
brinco, un golpe seco sobre el cuerpo de ella y otro y otro. Un golpe contra el
librero, contra el espejo, contra las puertas de los cuartos, contra los focos,
contra los juguetes de los niños, contra…
Sacudí la cabeza, temblaba de pies a cabeza, intenté
alejar esa imagen de mi cabeza, volver a la mujer rubia, con su pelo alborotado
bajo la lluvia, al coche destrozado. Recordé ‘Crash’, la novela de J. G.
Ballard, llevada al cine por Croneneberg. No pude evitar recrear las imágenes
de la mujer destrozada en un accidente automovilístico y un tipo que la mira,
se excita, no puede dejar de mirarla. Como aquella fotografía de Enrique
Metinedes, de la rubia de hermosa cabellera y mirada perdida, con su cuerpo
inerte, atrapado entre dos postes, víctima de un accidente automovilístico.
Necesitaba un cigarro. Cuando entré al cuarto miré de
reojo a mi esposa, dormida; puse una mano sobre su cabeza para asegurarme de
que seguía ahí, de que estaba viva, de que no había sido víctima de algún golpe
con un tubo. Tuve el impulso de ir al cuarto de mis hijos para hacer lo mismo,
era demasiado. Pude prender el cigarro con el quinto cerrillo, aspiré hondo y
volví a salir al balcón.
Una patrulla acababa de llegar. Uno de los oficiales se
bajó e intentó calmar a la rubia, ella lo miró de reojo, alzó el tubo y volvió
a arremeter contra el coche con más fuerza que antes. El policía dio un paso
atrás cuando ella fintó con golpearlo a él, regresó dentro del coche con su
compañero. Amanecía. La mayoría de los
mirones se habían aburrido ya, el drama parecía estancado y la gente comenzaba
a prepararse para seguir con su rutina de un viernes cualquiera.
Mi esposa despertó, me vio en el balcón, fumando el quinto
cigarrillo de la madrugada y preguntó qué me pasaba. Yo la miré fijamente, me
aseguré de que no tuviera ningún moretón o algo, le dije que nada, no pasaba
nada, sólo que ya era de día y había una loca afuera de nuestro edificio que
estaba destrozando el coche de su amante con un tubo. Ella se asomó, murmuró
algo, no recuerdo qué y salió para comenzar a preparar las cosas de los niños.
Usualmente salimos los dos juntos a la calle para dejar a
los niños en la escuela, pero ese día le dije que estaba muy cansado, le pedí
el gran favor de dejarme dormir un rato más. Extrañamente ella accedió sin hacer
preguntas, mi cara debió haber sido terrible. En cuanto mi esposa e hijos salieron, me levanté y me asomé por
el balcón. A la luz del día la escena había perdido su esplendor, el coche
estaba destrozado, la patrulla seguía ahí con la mujer dentro de la misma,
dormida, recargada contra la ventana. Los policías discutían con unos vecinos
sobre quién sería el dueño del Altima, el tubo no se veía por ningún lado.
Entonces, tuve un impulso, me vestí rápido, bajé
las escaleras del edificio, abrí la puerta y me cercioré de que los policías
seguían distraídos antes de acercarme a la patrulla. Miré por la ventanilla, de
cerca la mujer no era tan bella, era la encarnación de la decadencia, su rostro
pálido, ojeroso, con el maquillaje corrido por la lluvia, el gesto descompuesto por la cruda. Con todo
y eso, yo estaba excitado, terriblemente excitado, cuando abrí la puerta de la
patrulla con cuidado y la ayudé a bajar. Ella no protestó, parecía confundida,
me vio como quizá vean los moribundos a los ángeles cuando vienen a rescatarlos
de las garras de la muerte. Yo la miré fijamente un instante, la tomé en brazos
y la besé. Sus labios eran pastoso, secos, su aliento alcohólico, su cuerpo
flácido. La besé profundamente, ella cerró los ojos, yo no. Después la volví a
meter a la patrulla, cerré la puerta y fui a la tienda por una cerveza para
quitarme el mal sabor de boca. Estaba feliz, sentía como si acabara de salvar
al mundo.
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